Los contemplativos raras veces oran con palabras, y si lo hacen, son pocas. En realidad, cuanto menos mejor. Y además una palabra monosílaba es más adecuada a la naturaleza espiritual de esta obra que las largas. Pues desde ahora el contemplativo se ha de mantener continuamente presente en el más profundo e intimo centro del alma. Déjame ilustrar lo que digo con un ejemplo tomado de la vida real. Si un hombre o mujer, aterrorizado por un repentino desastre, toca el límite de sus posibilidades personales, concentra toda su energía en un gran grito de auxilio. En circunstancias extremas como esta, una persona no se entrega a muchas palabras, ni siquiera a las más largas. Por el contrario, reuniendo toda su fuerza, expresa su desesperada necesidad en un grito agudo: «¡Socorro!». Y con esta exclamación suscita efectivamente la atención y la asistencia de los demás. De manera semejante, podemos entender la eficacia de una palabrita interior, que no llega a pronunciarse o pensarse, pero que surge desde lo hondo del espíritu de un hombre y que es la expresión de todo su ser. (Por lo hondo o profundidad entiendo lo mismo que altura, pues, en el ámbito del espíritu, altura y profundidad, largura y anchura, es lo mismo). Por eso esta simple oración que prorrumpe desde lo hondo de tu espíritu mueve el corazón de Dios todopoderoso con más seguridad que un largo salmo recitado mecánicamente en voz baja. Este es el significado de aquel dicho de la Escritura: «Una breve oración penetra los cielos». (La Nube del No Saber – Anónimo ingles del siglo XIV)