La vida interior no nos debe hacer abandonar las obras

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La necesidad de la vida interior no debe hacernos abandonar las obras, si vemos claramente que tal es la voluntad de Dios, porque rehuir ese trabajo o ejecutarlo con negligencia, o sea desertar del campo de batalla con el pretexto del mejor cultivo de la propia alma y de la más perfecta unión con Dios, sería pura ilusión y, en algunos casos, causa de verdaderos peligros. Vae mihi, dice San Pablo, si non evangelizavero (“Ay de mí, si yo no evangelizare”, I Cor IX, 16). Hecha esta salvedad, digamos rotundamente que consagrarse a la conversión de las almas, olvidándose de sí mismo, es una ilusión más grave que la anterior. Dios quiere que amemos al prójimo como a nosotros mismos, pero no más que a nosotros mismos, es decir, nunca hasta el extremo de causarnos un grave perjuicio, lo que prácticamente equivale a exigir que tengamos más cuidado de nuestra alma que de las demás, porque nuestro celo ha de ir siempre reglamentado por la caridad, ya que el Prima sibi charitas («Caridad ante todo para sí mismo») sigue siendo un adagio de Teología. «Porque amo a Jesucristo, decía San Alfonso María de Ligorio, ardo en deseos de darle almas: PRIMERO LA MÍA, y después el mayor número posible de otras». Esto es poner en práctica el Tuus esto ubique («En todas partes sé para ti» –I, II. de Consid. c. III–. «En ninguna parte te desatiendas a ti mismo») de San Bernardo: «No es cuerdo quien no piensa en sí». (Dom. J.B. Chautard, El alma de todo apostolado)