[Con la santa indiferencia,] el alma olvida su satisfacción, la satisfacción “humana” criada y el goce falso que proviene de la criatura y que tiende a detenerla fuera y al lado de la gloria de Dios. Aquí es donde se realiza la indiferencia tan recomendada por San Ignacio, y éste es el segundo carácter de la santidad. “El hombre”, dice, “debe hacerse indiferente respecto a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la elección de su libre albedrío y no le está prohibido; de suerte que no quiera más salud que enfermedad, riquezas que pobreza, honras que desprecios, vida larga que vida corta, y así en todo lo demás, deseando y eligiendo únicamente lo que le conduce con más seguridad al fin para el cual ha sido criado”. Así, en este estado, mi placer humano me es indiferente, no pienso más en él, lo olvido; mis miradas son atraídas más arriba; estoy tan dispuesto al dolor como al gozo, al desprecio como al honor, a la privación como a la abundancia, a la muerte como a la vida; todas estas cosas, en sí mismas, me son iguales; una sola cosa me interesa, la mayor gloria de Dios. Si hay mayor gloria de Dios en el dolor, el santo acepta con gozo el dolor; si la hay mayor en la dicha, recibe la dicha con sencillez. Para Él una sola cosa establece diferencias entre las criaturas: la mayor gloria de Dios. Que esta mayor gloria se encuentre aquí o allá, poco le importa; dondequiera que la ve, allí se precipita sin cuidarse del goce o del dolor: se precipitaría en el infierno, si en el infierno pudiese dar mayor gloria a Dios. (José Tissot, La vida interior)