La fuerza de la dulzura

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Los hombres luchan y se entregan a los excesos de la ira para asegurar la posesión de los bienes terrenos. El Maestro nos enseña que por la fuerza de la dulzura alcanzarán las almas la posesión de los bienes eternos. La plenitud de esa posesión es el cielo; pero desde la tierra se inicia la recompensa de la mansedumbre. Como un lago tranquilo, cuyos cristales no fueran rizados jamás por el soplo del viento, reflejaría la imagen del cielo siempre clara y espléndida: así el alma de los mansos no agitada jamás por el soplo de la ira posee, sin perderlo nunca, al Dios que ama el silencio y el sosiego. Y poseyendo a Dios el alma por la santa dulzura se posee a sí misma. La ira nos hace perder el dominio de nosotros mismos, turba la paz y la armonía de nuestro reino interior; la dulzura mantiene inalterable la paz en los confines de ese reino y puede así el alma sin temor, como los israelitas, al pie de la higuera y de su viña, sentarse tranquila a saborear los frutos del Amado Hasta fuera del hombre se extiende este influjo avasallador de la dulzura. ¿No es ella la que atrae las almas y arrastra en pos de sí los corazones más duros, como la mágica melodía de Orfeo que arrastraba hasta los árboles de los bosques y los unía a su cortejo triunfal? Maravillosa dulzura que parece debilidad y es fuerza, que todo lo alcanza sin violencia y sin ruido, que mantiene sin lucha la paz, y que lleva en pos de sí, prendidos en sus lazos indestructibles y suavísimos, no solamente a los hombres, sino también a Dios que no resiste jamás la dulce violencia de la mansedumbre! (El Espíritu Santo)