La desconfianza hiere a Dios

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Si alguna vez te ocurrió que alguien dejó de confiar en ti, alguien a quien amabas, sabrás muy bien cuán doloroso es ese acontecimiento. Y si no se trata de una simple situación de amistad humana herida por la desconfianza, sino de una situación en la que se siente herido el amor infinito de Dios, podemos imaginarnos cuán grande es el dolor que puede producirle a Dios la desconfianza. Las palabras «temo entregarle todo a Dios» le hieren como una bofetada, porque es como si le dijeras a Dios: «no confío en ti, no sé qué pretendes hacer conmigo». Si un niño pequeño le dijera semejante cosa a su madre, esas palabras serían para ella sumamente dolorosas. ¿Qué dimensiones alcanza el dolor de Dios cuando es abofeteado por una persona que le dice semejante cosa? La desconfianza es, en cierto sentido, peor que el pecado, porque es la fuente y la raíz del pecado. Si no quieres confiar, si tu adversario ha logrado sembrar en tu corazón la desconfianza, tendrán que venir, como consecuencia, los temores y la sensación de peligro; y el sufrimiento vinculado a esos sentimientos: y únicamente a través de las consecuencias de ese mal podrás apreciar lo mucho que te has apartado. El sufrimiento, el temor y la sensación de peligro serán para ti una constante llamada a la conversión. Y tendrás que cargar con el peso del temor mientras no te conviertas, mientras no seas como un niño que se entrega sencillamente en los brazos de su Padre que le ama. «El paciente debe ser curado —dice L. Szondi— hasta que aprenda a Orar». Y no se trata de un simple recitar una oración. Se trata de una actitud profunda en la oración, de una oración confiada, del niño que se abandona plenamente en los brazos de su Padre. (Tadeuz Dajczer, Meditaciones sobre la fe).