El Verbo no predestinó a María solamente para ser su Madre según la carne, no solamente le tributó el honor que esa dignidad lleva consigo, colmándola de gracias, sino que la asoció a sus misterios.
En el Evangelio vemos que Jesús y María son inseparables en los misterios de Cristo. Los ángeles anuncian a los pastores que en la cueva de Belén hallarán al «Niño y a su Madre» (Lc 2, 8-16): María es quien presenta a Jesús en el Templo, presentación que es ya preludio del sacrificio del Calvario (ib. 23-39). Toda la vida de Nazaret, como acabo de decir, la pasa sujeto a María; a sus ruegos obra Jesús el primer milagro de su vida pública, en las bodas de Caná (Jn 2, 1-2); los Evangelistas afirman que siguió a Jesús en algunas de sus excursiones misionales.
Pero notad bien que no se trata de una simple unión física, sino que María penetra con alma y corazón en los misterios de su Hijo. San Lucas nos refiere que la Madre de Jesús «conservaba en su corazón las palabras de su Hijo y las meditaba» (Lc 2,19). Las palabras de Jesús eran para ella fuente de contemplación. ¿No podríamos decir nosotros otro tanto de los misterios de Jesús? Ciertamente, Cristo, al vivir esos misterios, iluminaba el alma de su Madre sobre cada uno de ellos. Ella los comprendía y se asociaba a ellos. Cuanto Nuestro Señor hablaba o hacía era, para aquella a quien amaba entre todas las mujeres, un manantial de gracias. Jesús devolvía, por decirlo así, a su Madre en vida divina, de la que es fuente perenne, lo que de ella había recibido en vida humana. Por eso Cristo y la Virgen están indisolublemente unidos en todos los misterios; y por eso también María nos tiene a todos unidos en su corazón con su divino Hijo.