El admirable Jesuita P. Lallemant apunta a la causa inicial de las catástrofes en el apostolado, cuando dice: «Hay hombres apostólicos que nada hacen por Dios con absoluta pureza de intención. En todo se buscan a sí mismos y mezclan solapadamente sus propios intereses con la gloria de Dios, aun en sus mejores empresas. Así transcurre su vida en esta mezcla de naturaleza y gracia. Sólo en el momento de la muerte se les abren los ojos; entonces ven su vida de ilusión y tiemblan al pensamiento del inmediato y espantoso tribunal de Dios» (Doct. spirit.). Muy lejos está de nuestro pensamiento catalogar entre estos apóstoles que se predican a sí mismos, a aquel célebre misionero caracterizado por su celo y fuerza que se llamó el P. Combalot. Pero ¿será inoportuno citar las palabras que profirió en su lecho de muerte? –«Tenga mucha confianza en Dios, amigo querido, le dijo el sacerdote que le administró los últimos sacramentos. Usted ha observado con toda integridad las obligaciones de su vida sacerdotal, y los millares de sermones que ha predicado durante su vida serán la mejor excusa para la insuficiencia de esa vida interior de que me habla». –«Mis sermones: con qué nueva luz los veo ahora. Mis sermones. ¡Ah! Si Nuestro Señor no empieza a hablarme de ellos, no seré yo quien tome la palabra». Al resplandor de la eternidad, aquel venerable sacerdote veía sus obras de celo salpicadas de imperfecciones, que alarmaban su conciencia y que atribuía a la falta de vida interior. El Cardenal del Perrón, a la hora de la muerte, hizo una pública manifestación de arrepentimiento por haber empleado más tiempo y energías en cultivar su entendimiento por medio de la ciencia, que en perfeccionar su voluntad con los ejercicios de la vida interior (Doct. spirit.). (Dom. J.B. Chautard, El alma de todo apostolado)