Todo hombre vive y muere con una cierta sensación de insaciabilidad de justicia, porque el mundo no está en condiciones de satisfacer hasta el fondo a un ser creado a imagen de Dios, ni en la profundidad de su persona ni en los diversos aspectos de su vida humana. Y así, mediante esta hambre de justicia, el hombre se abre Dios, que es la justicia misma. Jesús, en el discurso de la montaña, le expresó de forma muy clara y concisa cuando dijo: bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados (Audiencia general 8-XI-1978)