Habitualmente, cuando hablamos del amor, evocamos primero la actitud del hombre: «Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha» (1 Cor 13,3). Hay, pues, que tener, recibir, acoger el amor y no sólo producirlo. Por eso Teresa ha comprendido maravillosamente que el «amor consiste no en que nosotros hayamos amado a Dios (1 Jn 4,10). Es seguramente el versículo central del Nuevo Testamento que explica el Amor Trinitario y la Encarnación del Verbo. No es, sin embargo, banal, dice el P. Molinié: el amor consiste en que no amamos. Mientras no hayamos asimilado esta palabra, experimentando nuestra incapacidad de amar, mientras estas palabras no se sientan a gusto en nuestro corazón, tampoco la caridad se sentirá a gusto en nuestro corazón y no circulará en nosotros, se debatirá en medio de innumerables agitaciones. Tenemos que hacer la experiencia de que no amamos, de que somos incapaces de romper el círculo que nos encierra sobre nosotros y aceptar esta evidencia, dejándonos vencer enteramente por ella. De lo contrario, la caridad será, en nosotros, como un buen deseo, un germen estéril incapaz de producir frutos auténticos. Felizmente, continúan las palabras de san Juan:.»El nos amó primero y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). (Lafrance J, Mi vocación es el amor).