Ahora comprendo que habría sido mucho más perfecto ceder ante aquella hermana, joven, es cierto, pero al fin más antigua que yo. Pero entonces no lo comprendí; y por eso, queriendo a toda costa entrar a su pesar detrás de ella, que empujaba la puerta para no dejarme pasar, pronto ocurrió la desgracia que las dos nos temíamos: el ruido que hacíamos le hizo a usted abrir los ojos…
Entonces, Madre, toda la culpa recayó sobre mí. La pobre hermana a la que yo había opuesto resistencia se puso a echar un discurso, cuyo fondo sonaba así: Ha sido sor Teresa del Niño Jesús la que ha hecho ruido… ¡Dios mío, qué hermana tan antipática…!, etc. Yo, que pensaba todo lo contrario, sentía unas ganas enormes de defenderme. Afortunadamente, me vino una idea luminosa: pensé en mi interior que, si empezaba a justificarme, no iba a poder conservar la paz en mi alma; sabía también que no tenía la suficiente virtud como para dejarme acusar sin decir nada. Así que mi única tabla de salvación era la huida.
Pensado y hecho: me fui sin decir ni mus, dejando que la hermana continuase su discurso, que se parecía a las imprecaciones de Camila contra Roma.
Me latía tan fuerte el corazón, que no pude ir muy lejos, y me senté en la escalera para disfrutar en paz los frutos de mi victoria. Aquello no era valentía, ¿verdad, Madre querida? Pero creo que, cuando la derrota es segura, vale más no exponerse al combate.
Historia de un alma