Imaginémonos un gran artista, a un pintor genial que va a realizar su obra maestra. Para ello utiliza a sus discípulos más aventajados; él mismo dispone la manera como han de preparar la tela, como han de combinar los colores y aun les permite que hagan la parte menos importante o menos perfecta de su obra. Pero cuando llega a lo más fino de ella, a lo más exquisito, allí donde va a revelarse su genio, donde va a cristalizarse la inspiración que lleva en el alma, entonces no son los discípulos los que toman el pincel, el mismo maestro genial traza los rasgos finísimos de su obra maravillosa. Así es el Espíritu Santo: va a realizar en nuestras almas una obra divina, es la imagen de Jesús la que va a trazar en nuestros corazones, una imagen viviente, la imagen que necesitamos llevar para penetrar en las moradas eternas. El Espíritu Santo dirige esta obra genial, pero Él quiere que nosotros le ayudemos en ella; como discípulos suyos, nos permite que tracemos algunos rasgos de esa imagen divina, bajo su dirección ciertamente, según las normas que nos señala. Pero hay un momento en que el Espíritu Santo ya no quiere que nosotros por nuestra propia cuenta dirijamos la obra. Él entra de una manera personal e inmediata a dirigir, y con instrumentos finísimos pone los rasgos geniales, los rasgos fidelísimos de esa imagen divina. Esos instrumentos finísimos que el Espíritu Santo utiliza para realizar su obra personal y exquisita son los Dones del Espíritu Santo. (El Espíritu Santo)