”El Espíritu sopla donde quiere, y no sabes de dónde viene y a donde va”. La ruta del Espíritu es invariable e inmensa: la divina Paloma describe siempre con sus alas blanquísimas un círculo amoroso e infinito: viene del Padre y del Hijo, y hacia esas Divinas Personas tiende su vuelo majestuoso, arrastrando en la dulce impetuosidad de su soplo a las almas dóciles a sus inspiraciones. ¿De dónde había de venir el Amor si no de allí, del seno del Amor, y en dónde si no allí en aquel seno insondable, había de consumar su inmenso, su magnífico movimiento circular? En este divino giro arrebata el Espíritu Santo a las alturas por medio de sus Dones. Para entenderlo, volvamos a nuestro símil familiar: ¿de dónde viene y a dónde va el movimiento Espiritual del arte que hace estremecer lo íntimo del ser del artista y se muestra exteriormente por las múltiples y variadas ondulaciones del pincel sobre el lienzo, o por los golpes repetidos, rítmicos, y por decirlo así, vivientes, del cincel sobre el mármol? Viene del A ideal y va a reproducirlo en la materia. El artista enlaza con su genio el ideal y la obra, diríamos que los funde en un beso de amor. Toma la tosca materia, la limpia, la bruñe, la suaviza, la eleva, la transforma; va poco a poco adaptándola al ideal, hasta que un día la espléndida imagen íntima y la imagen exterior parecen ser una misma cosa por y el milagro del arte. El ideal del Espíritu Santo al mover el alma por medio de sus Dones no es exactamente el mismo que el ideal de la razón al mover las facultades por medio de las virtudes. Santo Tomás con su lenguaje severo y preciso enseña que son distintas las reglas a que se ajustan los actos de las virtudes y los actos de los Dones: la regla de aquéllas es humana o humanizada; la regla de éstos es luminosamente divina.