Pienso que se hallaba poseído de un deseo tan grande y ardiente de la belleza esencial, avivado en la visión, que hubiera sido materialmente imposible no verse impulsado a dar el salto de lo que ya había comprendido a lo que todavía le restaba por comprender. Amante de la suprema belleza y considerando las cosas ya vistas como imagen de los bienes que continuaban siéndole invisibles, aspira a saciarse de la figura del arquetipo. Y tal es la petición audaz y que escala la montaña del deseo: contemplar la belleza no como en un espejo de adivinar, sino cara a cara. La voz divina le concede lo que pide al mismo tiempo que se lo niega, desvelándole en pocas palabras un inmenso abismo de verdad: la munificencia divina le otorga el cumplimiento de su deseo, pero sin prometerle la cesación o la saciedad del mismo. Pues ninguno puede ver con tal plenitud a Dios que, después de haberle visto, deje de anhelar su visión. En esto consiste, en efecto, la verdadera visión de Dios: en que después de haberlo visto, jamás deja de desearlo.
Vida de Moisés