Notad ahora hasta dónde llega San Pablo cuando habla de nuestra debilidad: «No somos capaces de pensar nada por nosotros mismos» (2Cor 3,5). Llega hasta decir que «no podemos ni siquiera tener un buen pensamiento, un pensamiento que nos merezca algo para el cielo», «por nosotros mismos». No hay duda que cuando escribió estas palabras estaba inspirado por Dios; somos incapaces de producir un buen pensamiento que salga de nosotros como de su fuente. Todo lo que es bueno, todo lo bueno que hay en nosotros, «todo lo que es meritorio para la vida eterna, viene de Dios», por Cristo. «Nuestra suficiencia de Dios nos viene» (ib. 3,5). «Dios es quien nos da, no sólo el obrar sino también el querer, por pura benevolencia, porque así le place» (Fil 2,13). Por tanto, de nosotros no podemos sobrenaturalmente ni querer, ni tener un buen pensamiento, ni obrar, ni rezar. No podemos absolutamente nada. «Sin mí nada podéis» (Jn 15,5). ¿Somos por eso dignos de lástima? De ninguna manera. Después de haber puesto de relieve nuestra flaqueza, añade San Pablo: «Todo lo puedo, no por mí, sino en Aquel que me fortalece» (Fil 4,13); a fin de que toda gloria sea dada a Cristo, que nos lo ha merecido todo, y en quien todo lo tenemos. No hay obstáculo que no pueda vencer, no hay dificultad que no pueda superar ni prueba de que no pueda triunfar, ni tentación a la que no pueda resistir por la gracia que Cristo me ha merecido. En El y por El lo puedo todo, porque su triunfo estriba en hacer fuerte al débil: «Bástate mi gracia, porque la virtud se desarrolla mejor en medio de las flaquezas» (2Cor 12,9). Dios quiere con esto que toda gloria suba a El por Cristo, cuya gracia triunfa de nuestras debilidades: «En la alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6).
Cristo, vida del alma