Resulta, pues, que todas las acciones ejecutadas por la humanidad de Jesucristo, por máximas, por ordinarias, por sencillas, por limitadas que sean en su realidad física y en su dimensión temporal se atribuyen a la persona divina con quien esa humanidad está unida; son acciones de un Dios [la Teología las llama theándricas, de dos palabras griegas que significan Dios y Hombre], y a causa de este título poseen una belleza y un brillo trascendentes; adquieren, desde el punto de vista moral, un precio inestimable, un valor infinito; una eficacia inagotable. El valor moral de las acciones humanas de Cristo se mide por la dignidad infinita de la persona divina, en quien subsiste y obra la naturaleza humana.
Y si tratándose de las acciones más insignificantes de Cristo esto resulta verdadero, ¿cuánto más no lo será tratándose de aquellas que constituyen propiamente su misión terrena, o se refieren a ella, como es el sustituirnos voluntariamente en calidad de víctima inmaculada, para pagar nuestra deuda y devolvernos por su expiación y satisfacciones la vida divina?
Jesucristo, vida del alma