Un desierto por excelencia pueden ser los estados de ánimo difíciles, llenos de aridez; cuando te parece que Dios te ha abandonado, cuando no sientes su presencia y cada vez te es más difícil creer en ella. El desierto puede serle «impuesto» por Dios a una persona o a una comunidad humana; cuando es él mismo quien los introduce en esa situación. Pero el desierto también puede ser el resultado de nuestra libre elección. Puede ocurrir que tú mismo desees la situación del desierto, en la que buscarás el silencio, el despojamiento y la presencia del Señor. En el desierto encontrarás al adversario, pero sobre todo encontrarás a Dios. Podrás entrar a lo más profundo de ti y descubrir la verdad sobre ti mismo, pero también podrás descubrir lo más importante de todo: la verdad sobre Dios. Jesús, que antes de iniciar su vida pública se fue al desierto, parece decirte: «Mira, no estás solo, yo estuve aquí antes que tú; yo estuve cuarenta días hambriento, y también lo pasé muy mal; nunca estás solo; trata de creer en mi amor». (Tadeuz Dajczer, Meditaciones sobre la fe).