Dios podía no haberme criado: nada en la esencia de las cosas reclamaba mi existencia. Me ha criado, pues, libremente, por un decreto puramente gratuito de su bondad. Y desde el instante mismo en que me crió, la esencia absoluta de su naturaleza y de mi naturaleza exigía que fuese para su gloria. Pero puesto que me criaba, ¿qué es lo que le obligaba a escoger para su glorificación este modo supremo de la unión sobrenatural, en la cual llego a ser participante de la misma vida de Dios? Ha querido elevarme hasta este honor de hacerme partícipe de su propia felicidad y ha dado a mis facultades ese modo especial de acción por el cual se unen a su objeto, se nutren con él, se lo asimilan, o más bien, ellas se asimilan a él y viven de él. La capacidad inicial y la necesidad de la unión beatífica están en todas mis potencias, siendo estos dones puramente gratuitos y esplendores del libre beneplácito divino. Mi creación es, pues, una liberalidad graciosa que no era reclamada por la esencia de las cosas, y mi adaptación a la unión divina es otra liberalidad más graciosa y gratuita todavía que mi naturaleza misma no reclamaba en manera alguna. (José Tissot, La vida interior)