Todo contribuye al bien de aquéllos que aman a Dios (Rom 8, 18). Y es verdad, porque si Dios puede y sabe sacar bienes de los males.
¿Por quién mejor hará todo esto que por aquéllos que se le han entregado sin reservas? Si, hasta los pecados —de los que Dios, por su bondad nos preserve— se ven reducidos por la divina Providencia a servir para el bien de aquéllos que aman a Dios.
Nunca fue David tan lleno de humildad como después de haber pecado» (Carta a una señora, 641). «Debéis aborrecer vuestras imperfecciones… con un aborrecimiento sereno, mirarlas (Carta 167) con paciencia, y utilizarlas para rebajar vuestra propia estimación; debéis sacar el provecho de un santo desprecio por vosotros mismos» (Carta 173).