Dios es el que nos preserva en la castidad

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Muchas veces acaece que, así como trayendo piedra y madera y todo lo necesario para edificar una casa, nunca se nos adereza el edificarla, así también acaece que haciendo todos estos remedios no alcancemos la castidad deseada. Antes hay muchos que, después de vivos deseos de ella y grandes trabajos pasados por ella, se ven miserablemente caídos o reciamente atormentados de su carne, y dicen con mucho dolor (Lc., 5, 5): Trabajado hemos toda la noche y ninguna cosa hemos tomado. Y paréceles que se cumple en ellos lo que dice el Sabio (Eccl., 7, 24): Cuanto más yo la buscaba, tanto más lejos huyó de mí. Lo cual muchas veces suele venir de una secreta fiucia (fiucia: esperanza esforzada) que en sí mismos estos trabajadores soberbios tenían, pensando que la castidad era fruto que nacía de sus solos trabajos y no dádiva de la mano de Dios. Y por no saber a quién se había de pedir, justamente se quedaban sin ella. Porque mayor daño les fuera tenerla y ser soberbios e ingratos a su Dador, que estar sin ella llorosos y humillados y perdonados por la penitencia. No es pequeña sabiduría saber cuya dádiva es la castidad; y no tiene poco camino andado para alcanzarla quien de verdad siente que no es fuerza de hombre, sino dádiva de nuestro Señor. (Juan De Ávila, Audi filia)