En su inenarrable producción real, Jesús fue fruto del cielo y de la tierra. Isaías lo vaticinó en sus palabras que encierran toda la poesía de un deseo secular y de una esperanza única y que la Iglesia repite amorosamente durante el Adviento: «¡Oh cielos, dejad caer vuestro rocío y que las nubes derramen como lluvia al Justo; que la tierra se abra y que produzca como un germen al Salvador!». El Espíritu Santo trajo a María la divina fecundidad del Padre y aquella tierra virginal produjo de manera inefable el Germen divino, como lo llamaron los profetas, al dulcísimo Salvador. Esto es lo que con la concisión y precisión propias de una fórmula de fe nos enseña el Credo: «que fue concebido por obra del Espíritu Santo, de Santa María Virgen». Así es concebido siempre Jesús; así se reproduce en las almas; es siempre fruto del cielo y de la tierra; dos artífices deben concurrir para esa obra de la humanidad: el Espíritu Santo y la Santísima Virgen María. Dos son los santificadores esenciales de las almas: el Espíritu Santo y la Virgen María porque son los únicos que pueden reproducir a Cristo. De distinta manera, sin duda, santifican el Espíritu Santo y María: el primero es Santificador por esencia, porque es Dios, santidad infinita, porque es el Amor personal que consuma, por decirlo así, la La verdadera devoción al Espíritu Santo santidad de Dios, consumando su Vida y su Unidad, y porque a Él corresponde participar a las almas el misterio de aquella Santidad. (El Espiritu Santo)