El niño se arroja en los brazos de su Padre, deja de temer, y por tanto deja de pecar. Si temiera, se mantendría alejado de Dios. Si el hijo pródigo hubiera pensado que su padre lo castigaría o recriminaría, podría no haber vuelto. Se habría quedado en el pecado, en la «jaula» del temor a su padre, temor que se sumaría al sufrimiento que ya tenía alimentándose de la comida de los cerdos. Esto prolongaría la separación de su padre, prolongaría el estado de pecado. La desconfianza hace nacer el pecado, y si esto sucede, también el temor acompaña al hombre, y entonces podría no volver. La confianza, en realidad, no es que impida las caídas, pero las hace cada vez menos frecuentes, cada vez más pequeñas, y rápidamente se vuelve al Padre después de ellas. Esto no sólo desde el punto de vista psicológico, sino también desde el punto de vista teológico; si alguien tiene confianza en Dios, Dios puede preservarlo del pecado. La confianza es entonces algo básico en nuestra relación con el Señor. (Tadeuz Dajczer, Meditaciones sobre la fe)