Cómo recibir el consuelo

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El consuelo se acepta fácilmente; pero aceptarlo bien no es ya cosa tan fácil. Y todo bien considerado, no sé si la aceptación pura del consuelo no es más difícil que la del sufrimiento. No es común, cuando Dios me envía un consuelo, ver ante todo la mano de Dios que me lo regala, amarlo sobre todo como operación divina, y no detenerse sino en el fruto espiritual que Dios quiere producir en mí por medio del consuelo: mi primer movimiento es detenerme en el mismo consuelo, complacerme en él y no amar más que el gozo que por él experimento. Estoy agradecido a Dios por el placer que me envía, al cual soy sensible, del cual disfruto y en el que descanso; y no pienso en darle gracias por su acción ni sobre todo por el fruto espiritual que quiere producir en mí, que es mi aprovechamiento y progreso hacia Él, y así el consuelo se convierte para mí en fin, cesa de ser medio. Esto es una vez más el desorden, el trastorno tan conocido y tan común. Si quiero evitar este desorden debo habituarme a no desear tanto el consuelo, sabiendo como sé que no es Dios, sino simplemente un instrumento de Dios; a no hacer nada para procurarlo directamente, a soportar generosamente su privación cuando me es impuesta, a recibirlo con sencillez cuando plazca a Dios mandármelo, a gozar de él sin agitación, a verlo desaparecer sin pena, teniendo mi vista fija tan sólo en lo único necesario: la gloria de Dios, a la cual debe venir a parar todo consuelo. (José Tissot, La vida interior)