Los males son algo inevitable en la vida humana, Dios no los ha querido eliminar de la tierra, Jesucristo no los quiso arrancar de nuestra vida. San Agustín, con su genio, nos dio la clave de este proceder, a primera vista extraño. Dice que Dios prefirió sacar el bien del mal, que impedir que existiera el mal. Y a la verdad es algo digno de la sabiduría y del amor y del poder divino arrancar del seno del mal, bienes magníficos. Jesucristo que vino a transformar todas las cosas, que las elevó, que las santificó, que las divinizó, no quiso suprimir el mal, pero nos dio el secreto divino de sacar el bien del mal. Y juntamente con el amor que ordena nuestro corazón y nuestra alma respecto de los bienes, Jesucristo nos dejó como preciosa herencia en la tierra, el dolor, compañero inseparable del amor y que realiza verdades maravillosas. ¡Qué bellos, qué grandes, qué fecundos son los designios de Dios respecto del dolor! Alguno ha dicho, con mucha razón, que si el dolor no existiera, sería preciso inventarlo; porque a la verdad, una gran parte de nuestros tesoros, de nuestras prerrogativas y de nuestra dicha, vienen del dolor. ¡Maravilloso es el dolor! El dolor purifica; dice la Escritura que así como el oro se purifica en el,crisol, así las almas se purifican en la tentación, en el dolor. El dolor ilumina; hay cosas que no comprendemos sino cuando hemos sufrido, porque el dolor vierte una luz celestial en nuestro espíritu. El dolor es la savia de todas las virtudes; sin él las virtudes no pueden crecer y llegar a su plena madurez. El dolor hace el amor puro, desinteresado, finísimo. El dolor nos une con el ser El Espíritu Santo y sus frutos amado, no hay vínculos comparables con los vínculos santos del dolor. El dolor circunda nuestra cabeza con una aureola de gloria y vierte en nuestras almas gotas exquisitas y divinas de felicidad. (El Espíritu Santo)