San Patricio: el infatigable apóstol de las largas horas de oración

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Vida

Sucat, éste era su nombre en celta, nació en la isla de Gran Bretaña hacia el 389. Era hijo de un diácono, oficial del ejército romano. A los 16 años fue tomado prisionero por algunos piratas que le condujeron a Irlanda y lo vendieron como esclavo. Se le destinó al pastoreo de rebaños. Allí pudo dedicarse a la oración e ir creciendo en su experiencia personal de Dios. Sin embargo, la condición de esclavo le parecía insoportable e intentó huir muchas veces sin éxito. Cuando por fin lo logró se embarcó hacia Francia, pero a causa de una tormenta tuvieron que desembarcar en un lugar deshabitado. Él y los tripulantes vagaron varios días sin encontrar seres humanos ni provisiones. Patricio les instó a confiar en Dios y no tardaron en encontrar comida. Cuando llegaron al primer pueblo, Patricio se dirigió al monasterio de Lerins donde pensaba permanecer. Sin embargo, tuvo una visión en la que escuchaba a los irlandeses que le invitaban a volver para predicarles a Cristo. Inició entonces una seria preparación intelectual que le llevó a Auxerre y a los principales monasterios de Italia.

En el 432 llegó a Irlanda. Sucedió al anterior obispo de la isla, Paladio y se dedicó a la labor de evangelización. La misión era difícil pues los irlandeses de aquel entonces vivían en pequeños clanes con jefes independientes. Por ello le pareció más eficaz dirigir su trabajo a los líderes de los clanes pues estaba convencido de que así podría llegar más fácilmente a las demás gentes. El éxito obtenido confirmó su certeza. También fundó varias abadías que alcanzaron gran crecimiento y esplendor y fueron la base de futuras ciudades. Llegó a convocar un sínodo cuyas actas se conservan hasta hoy.

Los grupos paganos presentes en la isla intentaron acabar con él en varias ocasiones, pero siempre escapaba milagrosamente. En una ocasión durante la vigilia del Sábado Santo, cuando encendió el fuego ritual, los magos y druidas se abalanzaron enseguida para apagarlo, pero no lo lograron. Uno de ellos exclamó: «El fuego de la religión de Patricio se extenderá a toda la isla». También tuvo que hacer frente a los clérigos y herejes de las islas vecinas que tenían envidia de su obra misionera y habían enviado cartas difamatorias a Roma criticándole por su falta de cultura y preparación. Patricio escribió una “Confesión” en la que admitía humildemente su escasa preparación, pero sosteniendo con firmeza que cuanto había realizado era la respuesta a la misión confiada por Dios y que los frutos conseguidos eran obra del Señor.

Murió en el 461, dejando sembrada la semilla de la fe en un país que aportaría un innumerable ejército de misioneros y sacerdotes a la Iglesia.

Aportación para la oración

San Patricio es particularmente conocido como el iniciador de una vida de apostolado en Irlanda. Pero tal vez pocos se dieron cuenta cómo supo unir a su actividad apostólica a una intensa vida contemplativa que alcanzó el vértice de la mística. De hecho, éste fue el secreto de su santidad: la unión íntima y frecuente, profunda y sencilla con Cristo.

Siempre estamos muy ocupados, pero eso no debe impedirnos buscarnos momentos para la oración. Por poner un ejemplo, se decía de Juan Pablo II que dedicaba por lo menos 3 horas al día sólo a orar… y eso que ocupaciones las tenía y a tope. ¿Por qué? Porque se daba cuenta que el tiempo dedicado a Dios nunca es tiempo perdido.

¡Pero no sólo hay que dedicarle un tiempo específico a la oración! En medio de nuestras actividades, en medio del frenesí de una actividad delirante y al borde, muchas veces, de la desesperación, Patricio nos enseña que el que está enamorado de Dios siempre eleva el corazón a Él. Y aunque no le mencionemos expresamente en cada cosa que hagamos, siempre podemos ofrecerle el inicio de nuestro trabajo, de nuestra tarea, de nuestro estudio… y eso nos hace ya, de esa manera, convertirlos en oración.


Autor: P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.

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