La oración es un encuentro, un coloquio con el Padre. Esta realidad adquiere todo su valor cuando meditamos este pensamiento de San Pablo: «Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espírítu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26).
Estar unidos íntimamente a Cristo
El Espírítu Santo, que es el Espírítu de Jesucristo, es el alma de nuestra alma, nuestro «dulcis hospes animae», y toda nuestra vida espiritual tiene vida y desarrollo por medio de su acción.
Es el Esprítu Santo que suscita en nosotros nuestra oración, la hace subir a Dios de manera que llega a ser verdadero coloquio de hijo con el Padre; por medio del Esprítu Santo, en Él y con Él, nuestra oración llega a ser una cosa sola con la oración de Jesucristo, porque estamos injertados en Él.
Significa estar unidos íntimamente a Cristo, prestarle en cierto sentido nuestras facultades para que le sirvan como instrumento para alabar al Padre.
Así, nuestra oración, (…) adquiere acentos inexplicables que penetran en el corazón del Padre como un verdadero sacrificio que adora, agradece, pide, expía y ofrece.
La oración llega a ser así el respiro y la alegra del alma, el aliento del corazón; llega a ser vida de nuestra vida.
Extracto de «La oración»
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