Hay momentos en la vida en los que nos queremos tener necesidad de nadie. Creemos que nos bastamos a nosotros mismos. Sobre todo es en la adolescencia y primera juventud cuando el hombre quiere ser independiente, quiere probar a sí mismo que ya no necesita de sus padres y que puede caminar solo por la vida. Es buena una sana independencia para poder madurar, pero en la vida siempre necesitamos el apoyo de los demás y, sobre todo, de Dios.
El secularismo, que tiene sus raíces en un movimiento cultural que reivindica la automonía de la razón humana que quiere separarse de lo que se creía la excesiva dependencia de la fe, ha acostumbrado al hombre moderno a querer volar sólo con un ala, con la razón, dejando de lado la fe que se pensaba fuese para el hombre más infantil del medioevo.
Sin embargo, como muy bien expresó Juan Pablo II, “la fe y la razón son las dos alas con las cuales el hombre se eleva al conocimiento de la verdad”. Hemos cultivado hasta el exceso la razón y nos hemos dado cuenta de que sola no basta, que no da cuenta de la complejidad de la existencia humana. La sola razón no sólo conduce al racionalismo, sino a formas de religiosidad irracional, a cultos exotéricos y pseudo-espirituales que se alejan de la riqueza de una tradición cristiana que nos ofrece con sencillez la fuerza del connubio entre razón y fe.
Una sociedad así, que deja de lado la fe, siente la tentación de dejar de lado la oración, de pensar que ya el hombre moderno no necesita de la esclavitud de la oración, de ese opio del pueblo que era la religión, según la conocida expresión de Marx. Sin embargo, es en la oración auténtica donde el hombre encuentra el ancla profunda de su vida, allí donde él puede encontrarse a solas con quien le ama y le ha creado. San Alfonso de Liguori afirmaba que “la oración es el único medio que conduce a la felicidad”.
El Señor lo ha dicho claramente: “Vigilad y orad para no caer en tentación” (Mt 26, 41). Sin la oración, fácilmente caemos en la tentación de creer que somos “pequeños dioses”, dueños absolutos de nuestro destino, que ya podemos caminar por la vida sin necesidad de la mano divina. Y, sin embargo, no es así. Orar es necesario. Pero no de una necesidad tal que nos quite la sana autonomía ni la debida independencia, sino como esa otra necesidad vital que todos tenemos de respirar para poder oxigenar nuestro organismo.
Por ello, recuperemos el hábito de la oración, de esa oración que más o menos nos viene espontánea a todos, o de esa que sabemos hacer desde pequeños. Y, si no supiriéramos en absoluto orar, por qué no empezar a practicarla, como empezamos tantas otras actividades en las que al inicio nos sentimos un poco desorientados pero que luego, poco a poco, nos vamos consiguiendo dominar un determinado arte.
La oración es una necesidad para la vida del espíritu. Sin ella, la vida sobrenatural se apaga, por falta de aire divino, y nos quedamos poco a poco en coma espiritual, sin posibilidad de reanimación. Basta visitar lugares de oración para darnos cuenta del vigor que adquieren las almas cuando frecuentan la oración. Hasta el mismo cuerpo se transforma y todo adquiere un nuevo sentido y se contemplan nuevas dimensiones de la vida.
Oremos, oremos sin desfallecer, no sólo como un deber ni siquiera como una necesidad, sino como una respuesta a un impulso interior del corazón que quiere hallar el amor verdadero. La oración es como el lenguaje del corazón con que se expresa quien quiere amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Sí, la oración es necesaria, pero de esas necesidades que no son deberes pesados sino que de ese deber que está unido al amor, que es capaz de colmar la existencia de aquella paz y felicidad que nadie puede dar sino sólo Dios.
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