María Reina de la paz

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El papa Francisco ha dicho que estamos viviendo «una tercera guerra mundial peleada por partes». Es como que todo el mundo está convulsionado por múltiples conflictos, ya sea de terrorismo, de guerras civiles, de regímenes dictatoriales, de grupos de delincuencia y corrupción de las autoridades que como decía Jesús «los poderosos los oprimen y sojuzgan», aprovechándose de sistemas económicos y legales perversos.

En los años 60’s cuando la guerra fría entre Estados Unidos y Rusia estaba en su peor punto, el papa Juan XXIII escribió la magnífica encíclica «Pacem in Terris», que convendría volver a estudiar no sólo porque las tensiones entre los bloques están cada día más marcadas, sino porque ya no sabemos lo que es la paz verdadera, sólo conocemos la «no guerra». En ella habla de que no puede haber paz verdadera si falta aunque sea sólo uno de estos cuatro componentes: libertad, verdad, justicia y solidaridad.

La paz mundial es fruto de la paz del corazón de cada persona. Esa paz normalmente es consecuencia haber crecido en un clima de sinceridad, de amor, de aceptación, compromiso, de perdón. Las cadenas de violencia de padres a hijos, de vecinos, de grupos sociales sólo se rompen cuando alguien tomando conciencia decide no responder al mal con mal, sino con el bien. «Venciendo el mal con el Bien» (Rm 12;14) como recomendaba San Pablo, haciendo eco de la enseñanza de Cristo: «bendigan a los que los maldicen, oren por ellos.» (Lc 6;28)

Nadie puede hacerte realmente daño si entiendes que nadie te puede separar del amor de Dios, dice El Apóstol, «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? tribulación? ó angustia? ó persecución? ó hambre? ó desnudez? ó peligro? ó cuchillo?…ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8:35-39), en ese sentido, nadie es tu enemigo, incluso el que te mata te consigue la corona del martirio, el que te calumnia, te rechaza, te desprecia y olvida, realmente te purifica, te hace semejante a Cristo. Tu corona será grande como la de los profetas.

No queremos decir que seamos pasivos y que no busquemos estructuras de justicia, pero seamos realistas, el hombre nunca va a dejar de ser un pecador y aún en sociedades aparentemente justas encontramos marginaciones brutales. Pasa en las mejores familias, en todas hay momentos de incomprensión, dolor por rechazo y muchas cosas que hacen que perdonar sea un acto heroico.

Nunca tanto como hoy se echa en menos la labor de tantas madres de familia que forman el corazón de sus hijos con su ejemplo de perdón, de diálogo, de aceptación, teniendo entrañas de misericordia con los vecinos nuevos, los niños abandonados, las parejas en crisis, la persona enferma y anciana… La mujer ha logrado muchos avances sociales, pero muchas veces en detrimento de su corazón femenino. Al salir de casa a ambientes más transaccionales, más masculinos, ella misma ha perdido su identidad y ha dejado de valorar lo que hace que su presencia en el mundo sea insustituible. Una administradora, contadora o abogada puede ser reemplazada, pero no una madre. Una mujer en una familia que teje una red familiar con los lazos del amor hace que cada miembro de esa familia se pueda distanciar y arriesgar a salir porque siempre va a haber una red que lo cache cuando vuelva. Siempre va a sentir el cobijo de un grupo de personas que lo miran como es y lo aceptan y se alegran de su existencia. Que sus logros están más en ser querido que homenajeado.

María es Reina de la Paz, principalmente porque de su seno nació el Príncipe de la Paz, que reconcilió al mundo con Dios pagando El en sí mismo la deuda impagable que habíamos contraído. En otro sentido, que se desprende de esta realidad, decimos que Ella es la Reina de la Paz. Su corazón maternal quiso sacrificarse como esclava del Señor por la redención del mundo. Ella se prestó con absoluta disponibilidad para ser lo que Dios dispusiera con ella con tal de que la bendición de Dios, la promesa hecha a los padres, se realizara como exclamara en el Magnificat.

Ella como una buena madre, puso las condiciones que una mujer pone para que Dios dé el don de la paz, que llegó al mundo por medio de su pureza como la luz a través de un vidrio que la deja pasar sin obstáculo ni deformación. La sencilla aceptación de la Voluntad Divina, hizo que viviera la paz, engendrase al Principe de Paz y nos acogiera en sus brazos devolviéndonos la paz en nuestros corazones.

Es así que cada manifestación Mariana está impregnada de esta bella actitud de traer paz, reconciliación con Dios por medio de la vida de oración y sacramentos, aceptación de las pequeñas cruces diarias ofrecidas con amor. En fin, ella siempre nos recuerda que somos profundamente amados como somos y que nunca nos debemos sentir solos ni abandonados, es así que en el cruce de sus brazos y en el pliegue de su manto junto a su corazón encontramos la Paz.


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