¿La oración nos ayuda a esperar?

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¿La oración nos ayuda a esperar?

Dice Santo Tomás de Aquino que la oración es la intérprete de la esperanza (II-II, 17,2.4). Abraham sabía bien lo que era esperar contra toda esperanza (Rom 4, 18). Y, nos dice San Pablo, «la esperanza no defrauda porque el amor de Dios ha sido infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5). La esperanza no defrauda. Pero ¿qué tipo de esperanza es la que no defrauda? ¿Cuál es la esperanza que nos hace vivir del fuego del amor? Porque nuestra experiencia parece ser contraria a esto.

 

La oración es esperanza

Nosotros muchas veces, cuando llegamos a la oración, venimos del fragor de la vida en donde hay muchas luchas, muchas caídas, muchas circunstancias complejas que nos desorientan, muchas traiciones, muchas desilusiones. Llegamos con frecuencia a la oración como esa barquilla del poema de Lope de Vega: «Pobre barquilla mía, entre peñascos rotas, sin velas desvelada, y entre las olas sola». ¡Pobre barquilla la de nuestra vida que en mar tumultuoso de la existencia tantas veces parece hacer quiebra, tantas veces parece que el agua la va inundar y creemos que vamos a naufragar! ¡Cuántas veces gritamos: ‘¡Salvanos, Señor, que perecemos!’ (Mt 8, 23). Parece que todo está perdido, parece que no hay solución, parece que quien hace el mal triunfa, parece que no hay justicia en el mundo, parece que no hay futuro para mí o para mi familia, parece que las tinieblas y la desesperanza son el triste destino de la existencia humana.

Y así nos presentamos en la oración, con la esperanza quebrada. Pero entonces llega Aquel gran Viandante que acompañó por la tarde, cuando el sol iluminaba sus rostros, a los discípulos desanimados, a aquellos que habían perdido también la esperanza: «nosotros esperábamos» (Lc 24, 21). Y entonces Él comienza a hablarnos, a decir cosas sencillas y profundas. Y nosotros comenzamos a escucharlo y a olvidar nuestras penas, comenzamos a quedarnos ahí a sus pies, como María de Betania (Lc 10, 39); comenzamos a salir de nosotros para quedar como extasiados ante Aquel que hacer arder el corazón, ante Aquel que comienza a infundir el fuego del amor en nuestro corazón en sequía. Y cae la lluvia de Dios sobre la tierra sedienta, agostada, sin agua, de nuestra alma; y comienzan a despuntar las ilusiones, comienza el alma a curarse, comienza a reverdecer y luego a florecer. Y comienza la esperanza a asumir su color propio: el verde de la primavera; y comenzamos a llenar nuestras alforjas vacías de amor, y se llenan y se llenan y se llenan. Y esa barca nuestra, primero en quiebra, comienza a enderezar la vela, que se hincha en la dirección en que la conduce el Espíritu. Y comenzamos a tomar velocidad y cambia la perspectiva del mundo, de la vida, de nosotros mismos, de la Iglesia. Comenzamos a ser hombres y mujeres de esperanza, comenzamos a ser hombres y mujeres llenos del Espíritu Santo, que derraman sobre otros, por gracia divina, el fuego del amor divino. Y comenzamos a entender lo que antes no entendíamos y a valorar lo que antes no valorábamos y amar lo que antes no amábamos. Y comenzamos a ser hombres y mujeres nuevos, hombres y mujeres de gracia, de paz, de amor, de serenidad.

Y comprendimos que mereció la pena venir a Él, aun con la esperanza rota. Y que valió la pena escucharlo, que valió la pena dedicarle un poco de tiempo. Y comprendemos que sí, que es verdad, que la oración nos ayuda a esperar, que la oración nos ayuda a amar, que la oración nos ayuda a ser.

La oración es para ti, hombre y mujer que esperas. La oración es para ti, hombre y mujer, que la anhelas la esperanza. La oración es para ti, hombre y mujer, que todavía no aprender a esperar. La oración es para ti, hombre y mujer de esperanza rota. La oración es para todos aquellos que quieren que el Espíritu Santo se derrame como Amor en sus corazones.


Agradecemos su aportación al P. Pedro Barrajón, L.C. (Más sobre el P. Pedro Barrajón, L. C.)

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