Fe de María, fecunda y operante

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Virgen del Pilar

Los caminos marianos me traen esta tarde a Zaragoza. En su viaje apostólico por tierras españolas, el Papa se hace hoy peregrino a las riberas del Ebro. A la ciudad mariana de España. Al santuario de Nuestra Señora del Pilar.

Veo así cumplirse un anhelo que, ya antes deseaba poder realizar, de postrarme como hijo devoto de María ante el Pilar sagrado. Para rendir a esta buena Madre mi homenaje de filial devoción, y para rendírselo unido al Pastor de esta diócesis, a los otros obispos y a vosotros, queridos aragoneses, riojanos, sorianos y españoles todos, en este acto mariano nacional.

Peregrino hasta este santuario, como en mis precedentes viajes apostólicos que me llevaron a Guadalupe, Jasna Góra, Knock, Nuestra Señora de África, Notre Dame, Altötting, La Aparecida, Fátima, Luján y otros santuarios, recintos de encuentro con Dios y de amor a la Madre del Señor y nuestra.

De estos santuarios y de todos los otros no menos venerables, donde os unís con frecuencia en el amor a la única Madre de Jesús y nuestra, es hoy un símbolo el Pilar. Un símbolo que nos congrega en Aquella a quien, desde cualquier rincón de España, todos llamáis con el mismo nombre: Madre y Señora nuestra.

Siguiendo a tantos millones de fieles que me han precedido, vengo como primer Papa peregrino al Pilar, como signo de la Iglesia peregrina de todo el mundo, a ponerme bajo la protección de nuestra Madre, a alentaros en vuestro arraigado amor mariano, a dar gracias a Dios por la presencia singular de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia en tierras españolas y a depositar en sus manos y en su corazón el presente y futuro de vuestra nación y de la Iglesia en España. El Pilar y su tradición evocan para vosotros los primeros pasos de la evangelización de España.

Aquel templo de Nuestra Señora, que, al momento de la reconquista de Zaragoza, es indicado por su obispo como muy estimado por su antigua fama de santidad y dignidad; que ya varios siglos antes recibe muestras de veneración, halla continuidad en la actual basílica mariana. Por ella siguen pasando muchedumbres de hijos de la Virgen, que llegan a orar ante su imagen y a venerar el Pilar bendito.

Esa herencia de fe mariana de tantas generaciones, ha de convertirse no sólo en recuerdo de un pasado, sino en punto de partida hacia Dios. Las oraciones y sacrificios ofrecidos, el latir vital de un pueblo, que expresa ante María sus seculares gozos, tristezas y esperanzas, son piedras nuevas que elevan la dimensión sagrada de una fe mariana.

Porque en esa continuidad religiosa la virtud engendra nueva virtud. La gracia atrae gracia. Y la presencia secular de Santa María, va arraigándose a través de los siglos, inspirando y alentando a las generaciones sucesivas. Así se consolida el difícil ascenso de un pueblo hacia lo alto.

Un aspecto característico de la evangelización en España, es su profunda vinculación a la figura de María. Por medio de Ella, a través de muy diversas formas de piedad, ha llegado a muchos cristianos la luz de la fe en Cristo, Hijo de Dios y de María. ¡Y cuántos cristianos viven hoy también su comunión de fe eclesial sostenidos por la devoción a María, hecha así columna de esa fe y guía segura hacia la salvación!

El Papa Pablo VI escribió que “en la Virgen María todo es referido a Cristo y todo depende de El” (Marialis cultus, 25). Ello tiene una especial aplicación en el culto mariano. Todos los motivos que encontramos en María para tributarle culto, son don de Cristo, privilegios depositados en Ella por Dios, para que fuera la Madre del Verbo. Y todo el culto que le ofrecemos, redunda en gloria de Cristo, a la vez que el culto mismo a María nos conduce a Cristo.

San Ildefonso de Toledo, el más antiguo testigo de esa forma de devoción que se llama esclavitud mariana, justifica nuestra actitud de esclavos de María por la singular relación que Ella tiene con respecto a Cristo: “Por eso soy yo tu esclavo, porque mi Señor es tu hijo. Por eso tú eres mi Señora, porque tú eres la esclava de mi Señor. Por eso soy yo el esclavo de la esclava de mi Señor, porque tú has sido hecha la madre de tu Señor. Por eso he sido yo hecho esclavo, porque tu has sido hecha la madre de mi Hacedor” (S. Ildefonso de Toledo, De verginitate perpetua Sanctae Mariae, 12: PL 96, 106).

Como es obvio, estas relaciones reales existentes entre Cristo y María hacen que el culto mariano tenga a Cristo como objeto último. Con toda claridad lo vio el mismo San Ildefonso: “Pues así se refiere al Señor lo que sirve a la esclava; así redunda al Hijo lo que se entrega a la Madre; así pasa al rey el honor que se rinde en servicio de la reina” (S. Ildefonso de Toledo, De verginitate perpetua Sanctae Mariae, 12: PL 96, 108). Se comprende entonces el doble destinatario del deseo que el mismo Santo formula, hablando con la Santísima Virgen: “Que me concedas entregarme a Dios y a Ti, ser esclavo de tu Hijo y tuyo, servir a tu Señor y a Ti” (Ibid.: PL 96, 105.

No faltan investigadores que creen poder sostener que la más popular de las oraciones a María —después del “Ave María”— se compuso en España y que su autor sería el obispo de Compostela, San Pedro de Mezonzo, a finales del siglo X; me refiero a la “Salve”.

Esta oración culmina en la petición “Muéstranos a Jesús”. Es lo que María realiza constantemente, como queda plasmado en el gesto de tantas imágenes de la Virgen, esparcidas por las ciudades y pueblos de España. Ella, con su Hijo en brazos, como aquí en el Pilar, nos lo muestra sin cesar como “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). A veces, con el Hijo muerto sobre sus rodillas, nos recuerda el valor infinito de la sangre del Cordero que ha sido derramada por nuestra salvación (cf. 1P 1, 18s.; Ef 1, 7). En otras ocasiones, su imagen, al inclinarse hacia los hombres, acerca a su Hijo a nosotros y nos hace sentir la cercanía de quien es revelación radical de la misericordia (cf. Juan Pablo II, Dives in misericordia, 8), manifestándose así, Ella misma, como Madre de la misericordia (cf. Ibid., 9).

Las imágenes de María recogen así una enseñanza evangélica de primordial importancia. En la escena de las bodas de Caná, María dijo a los criados: “Haced lo que El os diga” (Jn 2, 5). La frase podría parecer limitada a una situación transitoria. Sin embargo, como subraya Pablo VI (cf. Marialis cultus, 57), su alcance es muy superior: es una exhortación permanente a que nos abramos a la enseñanza de Jesús. Se da así una plena consonancia con la voz del Padre en el Tabor: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia; escuchadle” (Mt 17, 5).

Ello amplía nuestro horizonte hacia unas perspectivas insondables. El plan de Dios en Cristo era hacernos conformes a la imagen de su Hijo, para que El fuera “el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29). Cristo vino al mundo “para que recibiéramos la adopción” (Ga 4, 5), para otorgarnos el “poder de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1, 12). Por la gracia somos hijos de Dios y, apoyados en el testimonio del Espíritu, podemos clamar: Abba, Padre (cf. Rm 8, 15s.; Ga 4, 6s). Jesús ha hecho, por su muerte y resurrección, que su Padre sea nuestro Padre (cf. Jn 20, 17).

Y para que nuestra fraternidad con El fuera completa, quiso ulteriormente que su Madre Santísima fuera nuestra Madre espiritual. Esta Maternidad, para que no quedara reducida a un mero título jurídico, se realizó, por voluntad de Cristo, a través de una colaboración de María en la obra salvadora de Jesús, es decir, “en la restauración de la vida sobrenatural de las almas” (Lumen gentium, 61).

Un padre y una madre acompañan a sus hijos con solicitud. Se esfuerzan en una constante acción educativa. A esta luz cobran su pleno sentido las voces concordes del Padre y de María: Escuchad a Jesús, haced lo que El os diga. Es el consejo que cada uno de nosotros debe tratar de asimilar, y del que desde el comienzo de mi pontificado quise hacerme eco: “No temáis; abrid de par en par las puertas a Cristo”.

María, por su parte, es ejemplo supremo de esta actitud. Al anuncio del ángel responde con un sí incondicionado: “He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Ella se abre a la Palabra eterna y personal de Dios, que en sus entrañas tomará carne humana. Precisamente esta acogida la hace fecunda: Madre de Dios y Madre nuestra, porque es entonces cuando comienza su cooperación a la obra salvadora.

Esa fecundidad de María es signo de la fecundidad de la Iglesia (Lumen gentium, 63 s). Abriéndonos a la Palabra de Cristo, acogiéndole a El y su Evangelio, cada miembro de la Iglesia será también fecundo en su vida cristiana.

El Pilar de Zaragoza ha sido siempre considerado como el símbolo de la firmeza de fe de los españoles. No olvidemos que la fe sin obras está muerta (cf. St 2, 26). Aspiremos a “la fe que actúa por la caridad” (Ga 5, 6). Que la fe de los españoles, a imagen de la fe de María, sea fecunda y operante. Que se haga solicitud hacia todos, especialmente hacia los más necesitados, marginados, minusválidos, enfermos y los que sufren en el cuerpo y en el alma.

Como Sucesor de Pedro he querido visitaros, amados hijos de España, para alentaros en vuestra fe e infundiros esperanza. Mi deber pastoral me obliga a exhortaros a una coherencia entre vuestra fe y vuestras vidas. María, que en vísperas de Pentecostés intercedió para que el Espíritu Santo descendiera sobre la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 14), interceda también ahora. Para que ese mismo Espíritu produzca un profundo rejuvenecimiento cristiano en España. Para que ésta sepa recoger los grandes valores de su herencia católica y afrontar valientemente los retos del futuro.

Doy fervientes gracias a Dios por la presencia singular de María en esta tierra española donde tantos frutos ha producido. Y quiero finalmente encomendarte, Virgen Santísima del Pilar, España entera, todos y cada uno de sus hijos y pueblos, la Iglesia en España, así como también los hijos de todas las naciones hispánicas.