San Juan Bautista y el adviento
Las primeras semanas de Adviento las lecturas litúrgicas están dominadas por la potente figura de Juan el Bautista. El primer encuentro de Jesús con Juan se realiza cuando ambos estaban en el seno de sus madres. San Lucas nos dice que, en el encuentro de María con Isabel, el niño que esta llevaba en su vientre, exultó de gozo al oír la voz de María. Juan exulta de alegría al encontrarse con Jesús porque ya desde el seno materno lo reconoce como Mesías. Luego sus vidas se separan porque sus misiones son diversas: la predicación y el bautismo de penitencia, la de San Juan y la predicación del Evangelio, la de Jesús. Las cosas se complican a continuación:
A causa de la fidelidad a su misión, Juan es encarcelado y allí comienza a llenarse de dudas: ¿Será Jesús el Mesías que ha de venir? ¿Cuál es el sentido de su propia misión, él probablemente morirá en la cárcel? Y entonces envía a sus discípulos a preguntar a Jesús: “¿Eres tú el que has de venir?”. Juan, que había tanto esperado en el Mesías, él que lo había indicado como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, que había reconocido que no era digno de desatar las sandalias de sus pies, ahora ve su fe puesta a prueba y se pregunta: ¿Será él, Jesús, el Mesías?
Dios llega
El Adviento es un tiempo de espera, la espera del Mesías prometido que ha venido a salvarnos, el Señor Jesús. Pero también a veces para nosotros la espera de la visita de Dios a nuestra vida se hace pesada. Parece que nunca llega. O al menos no llega en el modo en que nosotros los esperamos. Quisiéramos que cambiaran ciertas situaciones, quisiéramos que algunas personas que están a nuestro lado fueran de otra manera, quisiéramos dejar de luchar en nuestra vida de santidad, quisiéramos que el cielo llegara hoy mismo a la tierra. Pero esa venida fulgurante de Dios no llega ni a nuestra alma ni al mundo, al menos no llega en el modo en que nosotros lo esperamos. Esperamos quizás grandes signos y sólo tenemos delante la sonrisa y el llanto de un Niño que yace en un pesebre.
Valor pedagógico de orar
Nos cuesta esperar y fácilmente nos desesperamos. Es ahí donde entra en juego el valor pedagógico de la oración, porque la oración calma nuestra ansiedad en la espera, nos conforta, nos purifica, nos alienta. En ella sentimos la voz callada del Espíritu que susurra al oído del alma: Dios llegará. Dios llega, pero lo hará en el momento, en el modo y en las circunstancias que Él, en su divina sabiduría, elija que pocas veces coincidirá con nuestras pobres y limitadas previsiones humanas: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos. Mis caminos no son vuestros caminos” (Is 55, 8). Muchas veces también nosotros en la oración, como Juan el Bautista, preguntamos al Señor: ¿Eres tú? No siempre fácilmente reconocemos los signos de Dios. La oración nos ayuda a interpretarlos , a confiar, a esperar, a no desanimarse, a ver más allá, a descubrir los caminos tortuosos a nuestros ojos, a abandonar los nuestros, a elevarnos al nivel de Dios, a ser más de Él y menos de nuestros apegos y modos de ser. La oración nos “diviniza” y nos hace más humanos al mismo tiempo. Nos ayuda a ser mejores hijos de Dios, a ser prójimos de nuestros hermanos, a tener la mirada más pura, a ser más humildes en la espera. ¿Eres tú el que ha de venir? Ante esta pregunta el Señor responde: “No, no soy el que ha de venir, sino el que ya ha venido, el que viene a ti, el que te ha salvado, el que está contigo en tu oración”.
Agradecemos esta aportación al P. Pedro Barrajón, L.C. (Más sobre el P. Pedro Barrajón, L.C)
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