Silencio de los frutos
De cara al trabajo apostólico hay un silencio muy necesario: el silencio de los méritos y frutos. Como instrumento debo quedar en el anonimato.
Es Dios quien hace posible los frutos: a Él pertenece todo el mérito. Y es cada alma la que, después de una gran lucha, se ha dejado modelar por Dios: a ella pertenece el mérito de la respuesta. Y al instrumento, ¿no le pertenece nada del éxito? Sí, pero no el éxito de los frutos o el éxito de la respuesta, sino el éxito de haber sido puente, pasarela. Y ¿cómo saber si ante los frutos apostólicos me limito a ser puente o voy más allá?
Ofrezco dos puntos de respuesta y de examen. En la medida que haga silencio de alabanzas y reconocimientos ¿Espero alabanzas y reconocimientos por el trabajo que realizo? Si es así, significa que usurpo el lugar de Dios al considerarme causa de los frutos alcanzados.
En segundo lugar, en la medida que haga silencio de frustraciones y fracasos ¿Cuándo no hay frutos, me siento un apóstol fracasado y frustrado, me desanimo? Si fuera así, significa que tomo el lugar de las almas, pensando que la respuesta a la acción de Dios depende de mí.
Silencio en el afecto
Respecto a la relación con las almas, el apostolado exige otro silencio. Podría llamarlo el silencio de los sentimientos y afectos hacia las almas. A propósito he dicho “podría llamarlo” pues el término “silencio de sentimientos y afectos hacia las almas” requiere ser aclarado.
La acción apostólica no debe ser fría y descarnada. El apóstol debe ser instrumento transmisor del amor de Dios; en consecuencia, las almas deben sentir el amor, el afecto y el cariño del apóstol. Pero el apóstol debe hacer silencio de dicho amor, sentimiento y afecto en su corazón ¿Qué quiere decir esto? Que no debe anteponer su amor, su sentimiento y su afecto a la acción divina que se opera por medio de él. Es decir, el apóstol debe ser fiel a la doctrina divina y de la Iglesia, no obstante sangre el corazón al ver un alma sufrir a causa de su pecado y de su obrar errado. El apóstol debe dejar a un lado sus almas cuando Dios le pide orar con Él, atender a los demás miembros de la comunidad o familia, vivir con fidelidad su horario y disciplina religiosa. Cuando el apostolado y las almas crean dificultad en la propia oración, consagración y vida comunitaria, significa que las almas hacen ruido en el interior, significa que no sabemos hacer silencio de ellas, que ellas nos dominan en vez de dejarnos dominar, como instrumentos que somos, por el artista Dios.
Silencio para Dios
Hemos hablado del silencio en relación a nosotros mismos como instrumentos, en relación a las almas a quienes van destinadas nuestra acción apostólica. Pero falta Dios, falta el silencio en relación al artista. ¿Podemos hablar del silencio de Dios en el apostolado? Indudablemente que sí. Más aún, el silencio de Dios es la condición para poder hablar de apostolado.
El silencio de Dios, ese Dios que se hace silencio, que se esconde en el apóstol, que actúa, escondido y silencioso, por medio del hombre y la mujer apóstol es la condición indispensable para que pueda existir la acción apostólica.
¡Qué bien lo expresó la Virgen María! “Me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí”. Ésta debe ser la gran oración y profesión de fe de todo apóstol. Profesión de fe que incluye el silencio de uno mismo como instrumento pues sabe que toda la acción apostólica depende de Dios; que incluye el silencio de los frutos apostólicos, pues sabemos que éstos dependen de la respuesta de las almas. Y sobre todo incluye la gran profesión de fe en la humildad de Dios que ha querido encarnarse en el apóstol y, desde la miseria de cada uno de nosotros, amar y salvar a toda la humanidad.
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