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El silencio de María

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El silencio de María

Llama la atención y es motivo de mucha reflexión, ¿por qué sabemos tan poco sobre la madre de Dios? Pocas palabras dichas por ella, son pocos detalles para la mentalidad moderna sobre cómo contamos las historias.

Para todos nosotros, el silencio que se cierne como un velo sobre la vida de María, puede resultar incómodo porque nos obliga a tener una actitud de contemplación y nos obliga a penetrar el misterio que en parte se desvela en la medida que te vas configurando con María Santísima.

Una vez que sucede un encuentro más íntimo con Dios, entiendes que la única manera de vivirlo es en el silencio y en la contemplación.

A primera vista parecería que María ha hecho una vida de lo más simple y corriente. En cierto sentido es verdad porque su vida, vista desde fuera, era como la de cualquier mujer casada y madre de la época. Pero la vida de María nunca fue común y corriente, especialmente para ella misma.

Pensemos simplemente que ella,  al vivir en este mundo con una visión pura, su manera de ver las cosas comparada con la visión que tenían los que la rodeaban podía resultar muy contrastante.

Pensemos por ejemplo, su deseo de vivir sólo para Dios, mientras que otras jóvenes pensarían sobre todo con quién casarse o sobre su imagen y su futuro y todos sus planes. Mientras ella siempre confiando su vida, su futuro a la Voluntad de Dios no podría menos que vivirlo en el silencio. Pero no el silencio de quién se aísla porque desprecia a los demás o se siente despreciada, sino más bien el silencio de quien cuida cada una de sus palabras porque no está haciendo castillos en el aire, fantaseando, fanfarroneando y tantas formas que tenemos de hablar que son muchas veces fruto de nuestro ego y no de la realidad de nuestra pequeña y humilde condición humana de creatura frente a su Dios.

Cuando María es desposada a José, vería en ese evento la Voluntad Divina, que poco a poco se iría abriendo a realizar todos los anhelos que lentamente se anidaban en su corazón. El deseo de ser sólo para Dios, que sería concretado en la anunciación cuando el llamado de Dios a ser madre del Salvador, no puede encontrar otra respuesta más que entregarse completamente como una esclava al designio de un Dios que se baja a mirar su pequeñez.

¿Cómo podría hablar esto? ¿Quién lo podría entender? Hablarlo ¿para qué? No necesita consejo, ni aclaración, ni nada que otro ser humano pueda aportar. Simplemente será su parienta Isabel la que lo interprete desde Dios por una gracia particular del Espíritu Santo.

Cuando José lo interpreta humanamente ella no se esfuerza por explicar un misterio, un misterio querido por Dios. No es una de esas situaciones complicadas o absurdas en las que nos vemos las personas, fruto de nuestra condición pecadora y en las que nos vemos en la situación de explicar para justificarnos o para entender lo que nos movió a actuar.

Esta no es la situación de María. Ella ve con toda claridad el mensaje del ángel Gabriel, ella está acostumbrada a ser dócil a la Voluntad Divina, tiene ya un ejercicio en la virtud de la mansedumbre que le permite acoger el misterio sin confundirse, sin especular.

Así será cada cosa que suceda en su vida, aceptarla, ver en ello un designio divino.

San José entendería las cosas cuándo y cómo Dios quisiera y así fue. El hecho de que lo viviera en silencio no quitaba el sufrimiento que produciría ser incomprendida o que José sufriera pensándose engañado. Simplemente que el sufrimiento está dentro de un marco de confianza en el que confía en la fidelidad de Dios para los que le temen.

El silencio de María nos interpela a analizar nuestra capacidad de callar y orar cuando Dios nos invita a un nuevo nivel de intimidad con Él.

Nos interpela a analizar el contenido de nuestras conversaciones. ¡Cuántas conversaciones vanas! No hablamos desde ese lugar generoso y bondadoso del corazón que trata de ver en todo y en todos la presencia divina. Hablamos desde ese lugar mezquino e inseguro que trata de afirmarse constantemente con ese típico aguijón de la soberbia de la vida. Esa soberbia que me hace pensar que tengo una posición que me permite juzgar a los demás, compararme, enojarme, indignarme, tener sueños de grandeza donde lo que prima es la insaciable necesidad de reconocimiento.

Pidamos a María que nos ayude a ver la vida con pureza de corazón y así poder contemplar gozosamente el misterio que cada alma está invitada vivir porque somos hijos de un Dios que tiene sed de nuestro amor.


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