El silencio antes de la palabra es atención, acogida. Antes de iniciar un discurso, quien habla tendrá que hacer silencio para prestar atención a su interlocutor y acogerle en la situación en la que se encuentra en ese momento con el fin de comunicar aquello que necesita o espera de uno.
Silencio y escucha
Por su parte el oyente, al iniciar un diálogo, tendrá que hacer silencio de sus opiniones e ideas premeditadas, de los prejuicios respecto a la persona que comunica, de sus propias expectativas. En otras palabras, con su silencio, se abre a la escucha. Guardar silencio nos hace capaces de escuchar. Llama la atención el inicio del mandamiento primero: “Escucha, Israel…”. Podríamos decir que el primer mandamiento es callarse con el fin de escuchar a Dios. La primera manifestación del amor a Dios es callar y escuchar su Palabra, como María que escuchaba y meditaba en su corazón el actuar divino.
En segundo lugar, el silencio es un elemento interno del lenguaje. Se introduce en el interior del discurso a través de los cortes, las pausas que separan y articulan las unidades verbales.
Por medio del silencio el emisor no ahoga al oyente con su palabrería sino que permite una escucha activa y libre a fin de que su interlocutor acoja, modifique o añada su propio pensar en el silencio interior.
De modo similar el receptor escucha con un corazón silencioso que no juzga, no calcula, no cuenta… Un corazón silencioso es capaz de un verdadero amor: amar lo que son, no lo que, según el oyente, deberían ser los pensamientos transmitidos, sino respetar la opinión y personalidad propia de quien habla.
Quién tiene la razón
Por último, el silencio después de la palabra es resonancia, asimilación y gozo íntimo.
Quienes dialogan deben tener presente que ambos tienen razón, pero no toda la razón, cosa que solamente pertenece a Dios. Solamente Dios posee en sí mismo la totalidad de la razón de cada cosa. Cada uno de nosotros solamente poseemos una participación de la razón total. Esta verdad nos ofrece una doble conclusión: primero que uno tiene razón y segundo que también el otro tiene razón. Ojalá que las dos razones, la del emisor y la del receptor, aunque participan de la razón total, sean diversas. Ésta es la condición para que ambos puedan enriquecerse mutuamente y crecer hacia la totalidad de la razón que posee solamente Dios.
La palabra transmitida junto con el silencio así vivido, además de enriquecer, provoca en ambos corazones un gozo íntimo. El emisor goza por haber sido don de Dios para el otro. Mientras el receptor goza por haber sido enriquecido personalmente gracias al don de Dios que está en el otro.
A modo de conclusión
En resumen, palabra y silencio constituyen una oposición vital y fecunda, la palabra encuentra su realización solamente en la acogida atenta y silenciosa de la escucha, acto decisivo para que llegue a convertirse en auténtica posibilidad comunicativa. Vivamos, por lo tanto, el silencio de la palabra y de la escucha.
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