En la oración más tarde o más temprano aparecen momentos de sequedad. Después de una experiencia espiritual fuerte: un retiro, una peregrinación, una gracia de Dios particular, el alma se hincha de fervor y comienza una relación con Dios pletórica de sentimientos delicados, fuertes y apasionados, algo parecido a lo que sucede en el enamoramiento humano. Sin embargo el tiempo pasa y la vida conlleva muchas vicisitudes alternas.
El fenómeno de la sequedad espiritual
Quizás después de ese momento de intensa emoción, el alma vaya perdiendo poco a poco esa ardiente sensibilidad y la oración comienza a hacerse más pesada, monótona, donde no hay sentimientos ni emociones intensas. Y el panorama del espíritu se parece entonces a la aridez de un desierto sin agua ni vegetación.
Es cierto que a veces esto puede ocurrir porque la libertad humana que no se empeña lo suficiente para que el fervor se conserve y vuelva, pero también es verdad que, en los providenciales planes de Dios, Él puede permitir esa sequedad interior donde parece que Él está ausente y el hombre siente como si la oración fuera un pesado e inútil monólogo.
Entonces una fácil tentación es la de dejarse llevar por una creciente falta de interés y de compromiso espiritual, de perder la fuerza de la voluntad que quiere unirse a Dios a través de la oración y, poco a poco, se puede ir dejando la oración mental porque se piensa que es una pérdida de tiempo para el alma y para Dios mismo pues no se ven los frutos de santificación y al orar sólo hay sentimientos de soledad y desazón.
Abandonar la oración en estos momentos es una fuerte tentación que hay que superar con la ayuda del Señor, de un buen confesor o director espiritual con la firme convicción de que en esa soledad y sequedad el Señor tiene mucho que decir a nuestro corazón. Muchos santos, incluida Santa Teresa de Jesús, pasaron por este período, según ella de modo culpable: «Este fue el más terrible engaño que el demonio me podía hacer debajo de parecer humildad, que comencé a temer de tener oración, de verme tan perdida» (Libro de la Vida, cap. 7, 1).
No temamos la sequedad
Estos períodos de sequedad pueden ser muy fecundos. Son momentos en los que, como al profeta Oseas, el Señor nos conduce al desierto para hablarnos al corazón (Cf. Os 2, 16). En el desierto de la sequedad el Señor también nos habla. Allí no hay distracciones de otras cosas, sino sólo Él y el orante.
No temamos los períodos de sequedad, si son queridos por Dios, porque en ellos aprenderemos a conocer nuestra debilidad y a confiar en su poder. No abandonemos la oración. Superemos los obstáculos que podamos ir teniendo y perseveremos con confianza en el Señor que vendrá a visitarnos con nuevas luces, siendo Él el único que puede encender nuestro corazón.
Santa Teresa, en una copla que hemos comentado en ocasiones anteriores, hacía esta oración al Señor: «Si queréis, dadme oración, sí no, dadme sequedad; si abundancia y devoción y, si no, esterilidad». Si el Señor quiere sequedad, Él regará nuestra alma con el óleo de su presencia aunque la sensibilidad queda como huérfana y desolada. Ahí estará Él diciéndonos: «Oh tardos de corazón para comprender todo lo que dijeron los profetas!» (Lc 24, 25); y nosotros, con los discípulos podamos también repetir: «¿No ardía nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (Lc 24, 34).
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