La Resurrección

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Resurrección del Señor

PRIMER MISTERIO GLORIOSO

La Resurrección

«El primer día de la semana, muy de mañana, fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Pero encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro. Al entrar, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. No sabían qué pensar de esto, cuando se presentaron ante ellas dos hombres con vestidos resplandecientes. Asustadas, inclinaron el rostro a tierra, pero ellos les dijeron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado”.» (Lc 24, 1-6a)

Ante la muerte el hombre se queda sin palabras, sin argumentos, sin defensas. Todos sabemos que un día llegará. Y que terminará para nosotros esta vida, así como la hemos conocido. Los demás seguirán su camino un rato más por estos rumbos. Nosotros nos iremos…

Las mujeres se alzaron al alba en busca del cuerpo de su Señor muerto, sin saber que antes del alba el Señor vivo había descendido al lugar de los muertos para llamar a una nueva vida a los que allí yacían. Ellas habían preparado inútilmente perfumes para ungir y embalsamar un cadáver, mientras Jesús había corrido ya a llenar del perfume de su Presencia los mismos infiernos. Ellas fueron llorando al sepulcro, mientras Adán y Eva lo abandonaban gozosos rescatados por el Hijo de Dios para vivir en comunión la Vida que no tendrá ocaso.

«Y es que el Verbo de Dios vive para siempre y por su propia naturaleza es vida. Cuando Él se vació de su condición de Dios y se hizo semejante a nosotros, probó la muerte, pero esto significaba la muerte de la muerte. Ha resucitado, por lo tanto, de entre los muertos: un camino de ascenso hacia la incorrupción que realizó no para sí mismo sino más bien para nosotros. ¡Y que nadie busque entre los muertos al que vive eternamente! No está aquí, es decir, en la muerte y en el sepulcro. ¿Dónde, pues? En el cielo, evidentemente, en la gloria que a Dios corresponde». (Cirilo de Alejandría, Comentario al Evangelio de Lucas, 24, 4).

El mosaico nos muestra el misterio de la Resurrección a partir del descenso de Jesús a los infiernos, según es tradición entre los cristianos orientales representarlo, de acuerdo a la fe que profesamos en el antiquísimo Credo llamado «de los Apóstoles», que no viene mal recordar aquí, y mientras lo leemos orarlo, pidiendo al Espíritu Santo nos conceda hacerlo de todo corazón:

Creo en Dios Padre, Todopoderoso,

Creador del cielo y de la tierra.

Creo en Jesucristo su único Hijo Nuestro Señor,

que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo.

Nació de Santa María Virgen,

padeció bajo el poder de Poncio Pilato,

fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos,

al tercer día resucitó de entre los muertos,

subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre, todopoderoso.

Desde allí va a venir a juzgar a vivos y muertos.

Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia católica

la comunión de los santos, el perdón de los pecados,

la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén

El mosaico representa figurativamente el infierno en la boca abierta de una ballena, retomando el tema del relato del libro de Jonás: en el mar, símbolo para la cultura semítica del pecado, del mal, de la muerte, y con el relato simbólico de los tres días del profeta en el vientre del cetáceo, se prefiguran la muerte y resurrección de Cristo. Jesucristo resucitado se introduce, pues, en la muerte, toma a Adán y a Eva del pulso, donde palpita la vida. Adán extiende su mano hacia el costado de Cristo: es el amor del Hijo de Dios hecho hombre, su Sangre derramada en la cruz, la que corre a partir de ahora por sus venas de redimido. Es en el Cuerpo de Cristo, en Cristo mismo y en su Iglesia, en Quien se reúne en comunión de amor la humanidad llamada a vivir una nueva vida que le es donada y que no tendrá fin: la vida divina.

Pero las mujeres aquel domingo, con los perfumes en la mano, contemplando la tumba vacía, se asustaron enormemente y se quedaron mirando el suelo… De poco sirve contemplar la tierra ante el misterio de la muerte, rascar con la razón una lápida, limitarse a lo empíricamente constatable. Nunca como entonces «lo esencial es invisible para los ojos». Nunca como entonces el amor adquiere la plenitud de su sentido, y se demuestra capaz de eternidad, custodiado por el Padre en su eterna memoria. Alzar los ojos para encontrarse con que el ser amado vive, es lo que el corazón desea y lo que de verdad necesita al pie de una tumba. Es la mirada la que importa, la que el Espíritu hace florecer desde el fondo del corazón creyente. La misma que Jesús el día de la Transfiguración concedió a los apóstoles en el Tabor: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» Las mujeres levantan la mirada y la luz de la fe ilumina sus ojos: dicen los Padres de la Iglesia que con benevolencia Cristo quiso hacerles gradual el impacto y les concedió ver primero el sepulcro vacío, y después a los ángeles, antes de que le vieran a Él mismo resucitado (cfr. Mt 28, 9-19).

Y porque Cristo resucitó, los cristianos sabemos que hemos sido resucitados con Él a una vida nueva por el bautismo. Es el poder del Espíritu Santo, que el Padre operó cuando resucitó a Cristo, el mismo que actúa en nosotros. Esto es lo que san Pablo trata de decir a los cristianos de Éfeso, cuando les escribe, ofreciendo su oración por ellos:

«Así, pido al Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, que os conceda espíritu de sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente, que ilumine los ojos de vuestro corazón para que conozcáis cuál es la esperanza a la que habéis sido llamados por él, cuál la gloriosa riqueza otorgada por él en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa. Dios desplegó esta fuerza en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su diestra en los cielos (…)  Pero Dios, rico en misericordia, movido por el gran amor que nos tenía, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados- y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús. De este modo puso de manifiesto en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Pues habéis sido salvados gratuitamente mediante la fe. Es decir, que esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios, tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe». (Ef 1, 17-20; 2, 4-9).