Cuando oramos, lo que hacemos casi siempre es hablar. ¿Está bien o mal? Claro que no está mal hablarle a Dios, pero orar es sobre todo escuchar. Cuando oramos, antes que decirle cosas a Dios debemos escucharle. Primero le escuchamos, luego le respondemos. Y a ese diálogo le llamamos oración.
Escuchemos cómo lo explica la Madre Teresa de Calcuta.
Lo primero es escucharle
«Dios nos amó primero» (1 Jn 4,10), Dios habló primero, Dios nos buscó primero. Lo primero por tanto es escucharle, recibir su mensaje, acoger Su Palabra. Pero ¿qué significa escuchar a Dios? Significa percibir y acoger su amor. Dios nos dice que nos ama de mil maneras. Nos lo dice sobre todo a través de Su Palabra: Jesucristo: «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma» (San Juan de la Cruz). Nos lo dice a través de la Escritura, de su presencia en la Eucaristía, de las personas que nos rodean, de la belleza de la creación, de los acontecimientos de la vida, de la historia de la salvación…
Silenciémonos para escuchar
Tantas veces se oye decir: «Es que Dios a mí no me habla». La pregunta que hay que hacerle es si sabe hacer silencio y si luego se ha puesto a la escucha de la Palabra. Para poder escuchar, es indispensable estar quieto, guardar silencio y poner atención. La quietud y el silencio interior son la puerta para entrar en la presencia de Dios y estar a solas con Él, escuchando Su Palabra, como María en Betania (Lc 10, 38-42). Cuanto más te pones a la escucha de la Palabra, se va afinando el oído y lo percibes con más nitidez, hasta que lo oyes a todas horas y por todas partes. A quien quiere escuchar, Dios le concede el don de la fe viva, que consiste en la capacidad de descubrir la presencia de Dios en todo.
En el silencio profundo del corazón percibimos el silencio sonoro de Dios, como Elías que descubrió a Dios en la voz sutil del silencio (1 Reyes, 19). Ya lo tenemos pero todavía no en plenitud. Cuando todo se silencia somos peregrinos hacia el misterio de Dios. Y en ese peregrinar en silencio, Dios habla con fuerza. Dan fe los creyentes que hacen el camino a Santiago.
El silencio es vacío y plenitud. Vaciarse de todo lo superfluo y llenarse de Vida. Esa gran elección supo hacerla San Pablo: «Todo lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo» (Fil 3,8) Cuando se experimenta la plenitud de la Vida divina en nosotros, el alma reclama soledad y silencio, más y más silencio, para custodiar la llama que arde dentro, que no se apague la presencia del Espíritu, sino que tome vigor y resplandezca con más fuerza. En el artículo de la semana pasada me refería a esto mismo cuando hablaba de «atender al Huésped». Al inicio cuesta el silencio, luego se hace cada vez más fácil, se le va tomando gusto, hasta que llega a ser una necesidad.
Escuchar a Dios es una experiencia fascinante; cuando has probado, quieres más. No se antoja decir ya nada sino sólo estar en su presencia. A eso Jesús le llamó: «La mejor parte».
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Autor, P. Evaristo Sada L.C. (Síguelo en Facebook)