Hay almas que ante el choque del dolor se desesperan, que cuando se ven rodeadas de males se hunden en el abismo de la desesperación y llegan a las veces hasta la locura del suicidio. Otras, sin precipitarse en estos abismos ¡ah! sufren a más no poder, van arrastrando la cruz de sus dolores, sufren sin consuelo. Hay otras que comienzan a comprender lo que es el dolor y por lo menos se fortifican con la resignación para soportarlo. Otras, empero, iluminadas con la luz de Dios, profundizan en el seno mismo del dolor y encuentran en el fondo de la amargura una exquisita gota de miel, miel celestial, miel divina, que las hace amar el dolor y buscarlo con avidez y abrazarse con él de una manera afectiva. (El Espíritu Santo)