Meditación: La alegría de la fe

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Meditación: La alegría de la fe

XXX Domingo del tiempo ordinario  (Jer 31, 7-9; Sal 125; Hbr, 5, 1-6; Mc 10, 46-52)

Guardemos memoria de lo bueno

Una recomendación muy útil para avanzar por el camino espiritual, e incluso por el camino de la existencia, es guardar memoria de lo vivido, de manera especial de los momentos más recios, en los que todo parecía inclinado a la derrota, y de manera providente se convirtió en experiencia de gracia y de favor, como cuenta el profeta que le sucedió al pueblo de Israel en tiempos del exilio. “Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos; proclamad, alabad y decid: El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel” (Jr 31, 7-8).
Cuando se han vivido circunstancias aciagas, en las que no faltaron los trabajos, las penosidades, y hasta las lágrimas, al recordar esos momentos difíciles de la vida, si después se tornaron motivo de bendición, se comprenden muy bien las expresiones del salmista: “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres” (Sal 125).

Oraciones que tocan la vida

Tengo que reconocer que el salmo 125 lo hemos personalizado en Buenafuente al recordar los años de penuria, ruinas y soledad, y al celebrar, después, la afluencia de tantos amigos y de personas que desean vivir días de oración, soledad, silencio, en medio de la naturaleza y en un ambiente de austeridad. Hemos llegado a reconocer que este salmo es como nuestro himno, el relato de nuestra biografía, la narración de una historia providente.
El Evangelio nos cuenta la situación menesterosa, deprimida, marginal, hundida, crónica, y hasta depresiva en la que vive el ciego de Jericó, fuera de la ciudad, al margen del camino, pidiendo limosna, tendido en el suelo. Todo parecía irremediable, acaso objeto de piedad y compasión. Y en esas circunstancias, al paso de Jesús por el camino, todo cambia, y acontece lo más inesperado: que aquel de quien se pensaba que era un hombre relegado, se convierte en el prototipo de discípulo:
Jesús se detuvo y dijo: -«Llamadlo.»
Llamaron al ciego, diciéndole: _«Ánimo, levántate, que te llama.»
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo: -«¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó: -«Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.»
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
El ciego da un salto; hay que presuponer que también de alegría, y según el evangelista San Marcos, tiene un gesto muy significativo, abandonar el manto, es decir, su identidad deprimida, para ponerse ante el Señor, y cara a cara con la pregunta que cada uno podemos personalizar: “¿Qué quieres que haga por ti?”
Parece que no hay respuesta más lógica que la del ciego: “Señor, que vea”. Pero ¿qué significa ver? En el contexto del pasaje, debemos interpretar que es tener fe. Por la fe, el ciego ve, y el ciego se convierte en discípulo, detrás de Jesús.


Agradecemos esta aportación a Don Ángel Moreno de Buenafuente (consulta aquí su página web)

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