Salmo 144: Te ensalzaré, Dios mío, mi rey

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SALMO 144

1 Te ensalzaré, Dios mío, mi Rey;
bendeciré tu nombre por siempre jamás.

2 Día tras día, te bendeciré
y alabaré tu nombre por siempre jamás.

3 Grande es el Señor, merece toda alabanza,
es incalculable su grandeza;
4 una generación pondera tus obras a la otra,
y le cuenta tus hazañas.

5 Alaban ellos la gloria de tu majestad,
y yo repito tus maravillas;
6 encarecen ellos tus temibles proezas,
y yo narro tus grandes acciones;
7 difunden la memoria de tu inmensa bondad,
y aclaman tus victorias.

8 El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
9 el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas.

10 Que todas tus criaturas te den gracias, Señor,
que te bendigan tus fieles;
11 que proclamen la gloria de tu reinado,
que hablen de tus hazañas;

12 explicando tus hazañas a los hombres,
la gloria y majestad de tu reinado.
13 Tu reinado es un reinado perpetuo,
tu gobierno va de edad en edad.

El Señor es fiel a sus palabras,
bondadoso en todas sus acciones.
14 El Señor sostiene a los que van a caer,
endereza a los que ya se doblan.

15 Los ojos de todos te están aguardando,
tú les das la comida a su tiempo;
16 abres tú la mano,
y sacias de favores a todo viviente.

17 El Señor es justo en todos sus caminos,
es bondadoso en todas sus acciones;
18 cerca está el Señor de los que lo invocan,
de los que lo invocan sinceramente.

19 Satisface los deseos de sus fieles,
escucha sus gritos, y los salva.
20 El Señor guarda a los que lo aman,
pero destruye a los malvados.

21 Pronuncie mi boca la alabanza del Señor,
todo viviente bendiga su santo nombre
por siempre jamás.

Catequesis de Benedicto XVI

1 de febrero de 2006

El simbolismo regio del Salmo 144

1. Acabamos de orar con la plegaria del salmo 144, una gozosa alabanza al Señor que es ensalzado como soberano amoroso y tierno, preocupado por todas sus criaturas. La liturgia nos propone este himno en dos momentos distintos, que corresponden también a los dos movimientos poéticos y espirituales del mismo salmo. Ahora reflexionaremos en la primera parte, que corresponde a los versículos 1-13.

Este salmo es un canto elevado al Señor, al que se invoca y describe como «rey» (cf. Sal 144,1), una representación divina que aparece con frecuencia en otros salmos (cf. Sal 46; 92; 95; y 98). Más aún, el centro espiritual de nuestro canto está constituido precisamente por una celebración intensa y apasionada de la realeza divina. En ella se repite cuatro veces -como para indicar los cuatro puntos cardinales del ser y de la historia- la palabra hebrea malkut, «reino» (cf. Sal 144,11-13).

Sabemos que este simbolismo regio, que será central también en la predicación de Cristo, es la expresión del proyecto salvífico de Dios, el cual no es indiferente ante la historia humana; al contrario, con respecto a ella tiene el deseo de realizar con nosotros y por nosotros un proyecto de armonía y paz. Para llevar a cabo este plan se convoca también a la humanidad entera, a fin de que cumpla la voluntad salvífica divina, una voluntad que se extiende a «todos los hombres», a «todas las generaciones» y a «todos los siglos». Una acción universal, que arranca el mal del mundo y establece en él la «gloria» del Señor, es decir, su presencia personal eficaz y trascendente.

Dios guía la historia hacia la plenitud salvífica

2. Hacia este corazón del Salmo, situado precisamente en el centro de la composición, se dirige la alabanza orante del salmista, que se hace portavoz de todos los fieles y quisiera ser hoy el portavoz de todos nosotros. En efecto, la oración bíblica más elevada es la celebración de las obras de salvación que revelan el amor del Señor con respecto a sus criaturas. En este salmo se sigue exaltando «el nombre» divino, es decir, su persona (cf. vv. 1-2), que se manifiesta en su actuación histórica: en concreto se habla de «obras», «hazañas», «maravillas», «fuerza», «grandeza», «justicia», «paciencia», «misericordia», «gracia», «bondad» y «ternura».

Es una especie de oración, en forma de letanía, que proclama la intervención de Dios en la historia humana para llevar a toda la realidad creada a una plenitud salvífica. Nosotros no estamos a merced de fuerzas oscuras, ni vivimos de forma solitaria nuestra libertad, sino que dependemos de la acción del Señor, poderoso y amoroso, que tiene para nosotros un plan, un «reino» por instaurar (cf. v. 11).

La bondad de Dios

3. Este «reino» no consiste en poder y dominio, triunfo y opresión, como por desgracia sucede a menudo en los reinos terrenos, sino que es la sede de una manifestación de piedad, de ternura, de bondad, de gracia, de justicia, como se reafirma en repetidas ocasiones a lo largo de los versículos que contienen la alabanza.

La síntesis de este retrato divino se halla en el versículo 8: el Señor es «lento a la cólera y rico en piedad». Estas palabras evocan la presentación que hizo Dios de sí mismo en el Sinaí, cuando dijo: «El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6). Aquí tenemos una preparación de la profesión de fe en Dios que hace el apóstol san Juan, cuando nos dice sencillamente que es Amor: «Deus caritas est», «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16).

Reflexión de S. Pedro Crisólogo

4. Además de reflexionar en estas hermosas palabras, que nos muestran a un Dios «lento a la cólera y rico en piedad», siempre dispuesto a perdonar y ayudar, centramos también nuestra atención en el siguiente versículo, un texto hermosísimo: «el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (v. 9). Se trata de palabras que conviene meditar, palabras de consuelo, con las que el Señor nos da una certeza para nuestra vida.

A este propósito, san Pedro Crisólogo (380 ca. – 450 ca.) en el Segundo discurso sobre el ayuno se expresa así: «»Son grandes las obras del Señor». Pero esta grandeza que vemos en la grandeza de la creación, este poder es superado por la grandeza de la misericordia. En efecto, el profeta dijo: «Son grandes las obras de Dios»; y en otro pasaje añade: «Su misericordia es superior a todas sus obras». La misericordia, hermanos, llena el cielo y llena la tierra. (…) Precisamente por eso, la grande, generosa y única misericordia de Cristo, que reservó cualquier juicio para el último día, asignó todo el tiempo del hombre a la tregua de la penitencia. (…) Precisamente por eso, confía plenamente en la misericordia el profeta que no confiaba en su propia justicia: «Misericordia, Dios mío -dice-, por tu bondad» (Sal 50,3)» (42, 4-5: Discursos 1-62 bis, Scrittori dell area santambrosiana, 1, Milán-Roma 1996, pp. 299. 301).

Así decimos también nosotros al Señor: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad».

 

8 de febrero de 2006

Un Rey amoroso

1. Siguiendo la liturgia, que lo divide en dos partes, volvemos a reflexionar sobre el salmo 144, un canto admirable en honor del Señor, rey amoroso y solícito con sus criaturas. Ahora queremos meditar en la segunda sección de este salmo: son los versículos 14-21, que recogen el tema fundamental del primer movimiento del himno.

Allí se exaltaban la piedad, la ternura, la fidelidad y la bondad divina, que se extienden a la humanidad entera, implicando a todas las criaturas. Ahora el salmista centra su atención en el amor que el Señor siente, en particular, por los pobres y los débiles. La realeza divina no es lejana y altanera, como a veces puede suceder en el ejercicio del poder humano. Dios expresa su realeza mostrando su solicitud por las criaturas más frágiles e indefensas.

Un Padre solícito

2. En efecto, Dios es ante todo un Padre que «sostiene a los que van a caer» y levanta a los que ya habían caído en el polvo de la humillación (cf. v. 14). En consecuencia, los seres vivos se dirigen al Señor casi como mendigos hambrientos y él, como padre solícito, les da el alimento que necesitan para vivir(cf. v. 15).

En este punto aflora a los labios del orante la profesión de fe en las dos cualidades divinas por excelencia: la justicia y la santidad. «El Señor es justo en todos sus caminos, es santo en todas sus acciones» (v. 17). En hebreo se usan dos adjetivos típicos para ilustrar la alianza establecida entre Dios y su pueblo: saddiq y hasid. Expresan la justicia que quiere salvar y librar del mal, y la fidelidad, que es signo de la grandeza amorosa del Señor.

Alabanza del amor de Dios

3. El salmista se pone de parte de los beneficiados, a los que define con diversas expresiones; son términos que constituyen, en la práctica, una representación del verdadero creyente. Éste «invoca» al Señor con una oración confiada, lo «busca» en la vida «sinceramente» (cf. v. 1), «teme» a su Dios, respetando su voluntad y obedeciendo su palabra (cf. v. 19), pero sobre todo lo «ama», con la seguridad de que será acogido bajo el manto de su protección y de su intimidad (cf. v. 20).

Así, el salmista concluye el himno de la misma forma en que lo había comenzado: invitando a alabar y bendecir al Señor y su «nombre», es decir, su persona viva y santa, que actúa y salva en el mundo y en la historia; más aún, invitando a todas las criaturas marcadas por el don de la vida a asociarse a la alabanza orante del fiel: «Todo viviente bendiga su santo nombre, por siempre jamás» (v. 21).

Es una especie de canto perenne que se debe elevar desde la tierra hasta el cielo; es la celebración comunitaria del amor universal de Dios, fuente de paz, alegría y salvación.

Confianza ante la tentación

4. Para concluir nuestra reflexión, volvamos al consolador versículo que dice: «Cerca está el Señor de los que lo invocan, de los que lo invocan sinceramente» (v. 18). Esta frase, en especial, la utilizaba con frecuencia Barsanufio de Gaza, un asceta que murió hacia mediados del siglo VI, al que buscaban los monjes, los eclesiásticos y los laicos por la sabiduría de su discernimiento.

Así, por ejemplo, a un discípulo que le expresaba el deseo «de buscar las causas de las diversas tentaciones que lo habían asaltado», Barsanufio le respondió: «Hermano Juan, no temas para nada las tentaciones que han surgido contra ti para probarte, porque el Señor no permitirá que caigas en ellas. Por eso, cuando te venga una de esas tentaciones, no te esfuerces por averiguar de qué se trata; lo que debes hacer es invocar el nombre de Jesús: «Jesús ayúdame» y él te escuchará porque «cerca está el Señor de los que lo invocan». No te desalientes; al contrario, corre con fuerza y llegarás a la meta, en nuestro Señor Jesucristo» (Barsanufio y Juan de Gaza, Epistolario, 39: Colección de Textos Patrísticos, XCIII, Roma 1991, p. 109).

Y estas palabras de ese antiguo Padre valen también para nosotros. En nuestras dificultades, problemas y tentaciones, no debemos simplemente hacer una reflexión teórica -¿de dónde vienen?-; debemos reaccionar de forma positiva: invocar al Señor, mantener el contacto vivo con el Señor. Más aún, debemos invocar el nombre de Jesús: «Jesús, ayúdame». Y estemos seguros de que él nos escucha, porque está cerca de los que lo buscan. No nos desanimemos; si corremos con fuerza, como dice este Padre, también nosotros llegaremos a la meta de nuestra vida, Jesús, nuestro Señor.

 

Comentario del Salmo 144

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

El salmo 144 es un himno que celebra los atributos de Yahvé, especialmente su realeza. El artificio del acróstico [composición poética constituida por versos cuyas letras iniciales, medias o finales forman un vocablo o una frase] no merma el ritmo del salmista, ni tampoco su originalidad y cordialidad, como notas características de este salmo. Bien podría pasar por ser una letanía de nombres divinos. El acróstico, por otra parte, tiene el siguiente efecto: al amparo de todas las letras del alfabeto, se agrupan todas las criaturas para alabar la misericordia divina, y, de este modo, evocar toda la obra de Dios a lo largo de todos los tiempos.

En la segunda parte del salmo, según la división de la Liturgia, cabe subrayar que se precisa más de cerca la misericordia, como condescendencia de Dios para con el indigente -aunque ninguna criatura deje de esperar y de recibir-, y su compasión: «Nadie que le invoque será desatendido en sus necesidades y anhelos» (vv. 13b-20). Termina el salmo «con el voto de alabanza que tendrá continuidad o hallará eco entre todos los humanos por las generaciones» (A. González).

Para la celebración comunitaria, conviene tener en cuenta que, en la primera parte de este himno, podemos distinguir las secciones siguientes: el preludio o cántico de entrada formulado en singular (vv. 1-2), la celebración de la grandeza de Dios (vv. 3-7), de su bondad (vv. 8-10) y de su reinado (vv. 11-13). Hay un «crescendo» interno que alcanza su clímax en el reinado de Dios, donde reaparecen motivos previamente festejados. Por ello proponernos el siguiente modo de salmodia:

Presidente, Cántico de entrada: «Te ensalzaré… y alabaré tu nombre por siempre jamás» (vv. 1-2).

Coro 1.º, Grandeza de Dios: «Grande es el Señor… y aclaman tus victorias» (vv. 3-7).

Coros 1.º y 2.º, Bondad de Dios: «El Señor es clemente… que te bendigan tus fieles» (vv. 8-10).

Coros 1.º, 2.º y 3.º, Reinado de Dios: «Que proclamen la gloria… va de edad en edad» (vv. 11-13a).

Para el rezo de la segunda parte del salmo téngase en cuenta que, la serie de participios hímnicos o de adjetivos que cualifican a Dios, son variaciones sobre el tema de la misericordia divina. La bondad de Dios alcanza a todos poniendo en marcha el anhelo de la búsqueda, respondiendo con el alimento, sosteniendo a los débiles, etc. Todas las acciones de Dios son una traducción de su bondad. Justo es que todos proclamemos tan desmesurado amor e invitemos a todo viviente a que alabe al Señor. Por eso, salmodiamos la segunda parte de este salmo al unísono.

Maravilloso es el Señor

El obrar divino ha seducido al salmista. Acumula vocablos para ponderarlos: grandeza, obras, hazañas, majestad, maravillas, proezas, acciones, victorias (vv. 3-7). Dios es maravilloso. Así se muestra en la liberación del pueblo, motivando el primer cántico triunfal al Dios maravilloso. En el futuro, Israel debe alabar a Dios, que ha hecho obras grandes por él. Las maravillas pasadas se quedan pequeñas ante la gran hazaña de resucitar a Jesús de entre los muertos. En nuestra propia lengua oímos hablar las maravillas de Dios (Ex 15; Dt 10; Hch 2,11). Formando grupo y coro con todas las naciones, venimos a proclamar que no hay nadie como el Señor, que sus obras son grandes y maravillosas. Dios merece nuestra alabanza, nuestra ponderación, ahora y por siempre jamás.

El éxtasis de la alabanza

Cantar a Dios porque es Dios, atender a la persona más que a los dones, puede hacerse cuando previamente Dios nos ha arrebatado. Después vendrá la articulación temática del propósito. Es la persona lo que interesa: se la exalta magnífica (Lc 1,46). Todo el ser vibra al son de la alabanza. Algo así como cuando Jesús formula en voz alta: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra…» (Mt 11,25). La alabanza cristiana es tanto más inmediata cuanto más de cerca hemos visto a Dios en Cristo. Por eso alaban los ángeles y los pastores, también las multitudes después de los milagros de Jesús. Por medio de Cristo nuestra alabanza se remonta al Padre, a quien glorificamos en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. La alabanza de la gloria divina es la gran dimensión del espíritu cristiano, hasta que caiga en el éxtasis total de la pura alabanza. Entonces será presente el futuro que ahora formulamos: «Alabaré tu nombre por siempre jamás» (v. 2).

«Clemente y misericordioso»

La misericordia de Dios es más que la compasión o el perdón; es el apego instintivo que siente por el hombre, como el seno materno por el hijo de las entrañas. Es amor, ternura, cariño, piedad o conmiseración, compasión y clemencia, etc. En el Sinaí, Dios revela el fondo de su ser en estos términos: «Yahvé es un Dios de ternura y de gracia, lento para la ira y abundante en misericordia y fidelidad, manteniendo su misericordia hasta la milésima generación…» (Ex 34,6s). Somos los coetáneos de esa generación, en la que toda carne ha visto la misericordia de Dios, el Sumo Sacerdote que puede compadecerse de nosotros porque ha sido probado en todo igual que nosotros. La percepción de una misericordia tan inconmensurable dicta nuestra súplica diaria: «Señor, ten piedad», muestra tu ternura, tu cariño, tu amor. Ojalá dicte también nuestra conducta, impulsándonos a ser misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso; alcanzaremos así misericordia (Mt 5,7).

Apoyo para el vacilante

El profeta debe afianzar las rodillas vacilantes. Interpuesto entre Dios y el pueblo, su actitud es la del diligente vigía que avisa del peligro cercano. Lo que Dios quiere es que ninguno de sus hijos doble las rodillas ante los Baales, falsos dioses. La misión profética tiene éxito porque en realidad es Dios quien sostiene el pie vacilante (v. 16). Pedro encontró el apoyo en la mirada de Jesús. Recordó, y rompió a llorar amargamente. También a Judas se le ofreció un apoyo similar, al llamarle Jesús por su propio nombre. Mientras Jesús estuvo en este mundo fue el apoyo protector de los suyos, para que ninguno de los que el Padre le había dado se perdiera. A punto de dejar este mundo, pide al Padre que Él mismo nos guarde del Perverso. El Padre es el apoyo que sostiene al que va a caer o endereza al que se dobla. Que Él nos libre del Maligno.

Mirada implorante

La mirada implorante, acallada en este salmo con alimentos (vv. 15-16), es indicio de la densa nostalgia de un Dios cercano. Ver a Dios «con los propios ojos» es el deseo más profundo del hombre bíblico. Apenas satisfecho en los grandes profetas Moisés y Elías, el deseo es algo inseparable del hombre. Existe la satisfacción confesada por Simeón, porque «sus ojos han visto la salvación» (Lc 2,30), y la dicha proclamada para los ojos que ven lo que ven, «lo que muchos profetas desearon ver y no vieron» (Mt 13,16s). Pero no dejan de ser una satisfacción y dicha incompletas. A Dios no le ha visto nadie, fuera del Hijo. La esperanza cristiana consiste en mantener una mirada implorante: unidos al Señor para estar siempre con Él y «ver a Dios», «verle tal cual es». Nuestros ojos le están aguardando con mirada implorante.

Alimento del hombre

La bondad, la cercanía, la guarda divina se visibiliza en el alimento que Dios proporciona. No es tan sólo obra de las manos del hombre, sino que viene de la mano de Dios. La alianza acentuará la procedencia divina del pan a la vez que orientará a buscar la auténtica supervivencia del pueblo en la palabra que sale de la boca de Dios. Algo de lo que Israel no puede olvidarse ni aun cuando haya llegado a la tierra prometida. Ahora bien, Jesús, para mostrar que sólo Dios basta y que su alimento es cumplir la voluntad del Padre, observa un prolongado ayuno. El discípulo que sigue las huellas de Jesús ha de aprender a buscar el alimento imperecedero. Las cosas restantes se le darán por añadidura. Suprema añadidura será la vida que se le concederá, cuyo germen está en el pan de vida.

Resonancias en la vida religiosa

I.- Que tu alabanza no tenga fin: Está ahora en nuestras manos la antorcha de la alabanza a nuestro Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; antorcha encendida hace muchos siglos en el antiguo Israel y alimentada por la fe de innumerables creyentes a través de la historia hasta hoy. Ahora nos toca a nosotros interpretar con todo el corazón la alabanza ya pronunciada por la boca y representada por la vida de otras comunidades cristianas, de nuestros fundadores, de la misma comunidad familiar de Nazaret, del mismo Jesús.

Él, con su singular experiencia de fe y su sencilla grandiosidad, fue quien reconoció con más intensa penetración la gracia del Padre, su grandeza, sus proezas maravillosas. Con su vida proclamó la superabundante riqueza del amor del Padre de inmensa bondad, «bueno con todos, cariñoso con todas sus criaturas». Con su muerte conmovió a toda la creación, como si toda ella se doliera de aquel absurdo y horrible deicidio. Mas con su resurrección devino omnipresente a toda criatura y a todo hombre, cristificando el universo y concediéndole la armonía perdida. Fue entonces cuando todas las criaturas adquirieron una nueva mirada, cuando en ellas se iluminó el Misterio. «Mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura y yéndolos mirando con sola su figura revestidos los dejó de su hermosura». «Y todos cuantos vagan de ti me van mil gracias refiriendo».

Es ésta la alabanza que hoy está en nuestra boca; es ésta la alabanza que hoy, humilde y ardorosamente, hemos de proclamar. Mantengamos encendida nuestra antorcha. Enardezcamos su llama con el fuego de nuestro amor. Que las próximas generaciones puedan recibir de nosotros su fuego encendido y su luz esplendorosa. Que se difunda la memoria de su inmensa bondad. Que nuestra alabanza no tenga fin.

II.- El Padre manifestado en la credibilidad de nuestra vida: Dejemos que Jesús, el Viviente, la revelación del Padre, nos personifique en la recitación de este salmo. Nadie más que Él puede cantar con la veracidad y credibilidad que le caracterizan quién es el Padre.

Jesús, Hijo continuamente engendrado por el Padre, fue su transparencia humana. Que «el Señor es fiel a sus obras» lo demostró cuando dijo: «Mis palabras no pasarán». Que «el Señor es bondadoso en todas sus acciones» lo visibilizó cuando escuchaba los gritos de quienes en él confiaban: las muchedumbres, plagadas de enfermedades y dolores, dirigían sus ojos expectantes hacia él «como ovejas sin pastor», y Él se conmovía creciendo su compasión hasta el agotamiento; y les ofrecía su comida superabundante, curando sus enfermedades, dándoles esperanza, entregándoles su propia vida. Así manifestaba quién era el Padre: «Lo que el Padre haga, eso lo hace también el Hijo». Pero también denunció, juzgó el pecado, como su enemigo mortal, hasta destruirlo en su propia carne: «Destruye a los malvados», sometiéndose por voluntad del Padre a la muerte.

Veraz y creíble será nuestra proclamación sálmica si nos dejamos contagiar por la misma actitud fiel, bondadosa y justa de Jesús. Que así como el Hijo es transparencia del Padre, seamos nosotros, pequeña comunidad religiosa, transparencia de Jesús. Que nuestra comunidad pronuncie con toda veracidad la alabanza del Señor, del Padre.

Oraciones sálmicas

Oración I: Todas tus obras, oh Dios, proclaman el esplendor de la gloria de tu reinado, pero tus fieles te bendicen por tus maravillas: porque libraste a nuestros padres de sus perseguidores, porque has hecho obras grandes en María, Madre nuestra, porque en Cristo Jesús eres el maravilloso triunfador del pecado y de la muerte; pregustando ya ahora tu nombre maravilloso, permítenos, Padre, que un día te bendigamos por siempre jamás. Amén.

Oración II: Bendito seas, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque eres amante y amoroso, cariñoso con todas tus criaturas; porque eres grande y magnífico, maravilloso en tus acciones; porque eres clemente y misericordioso con todos los que te invocan; que tus criaturas te den gracias, que proclamen tu inmensa gloria, que alaben tu nombre glorioso por siempre jamás. Amén.

Oración III: Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad, que nos has demostrado tu amor inmenso entregando a tu Hijo por cada uno de nosotros; mira propicio al pueblo que te suplica y haz que nosotros, que hemos alcanzado misericordia, seamos misericordiosos como Tú, Padre, eres misericordioso. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración IV: Padre, Tú eres el apoyo de nuestra debilidad, sostienes a los que van a caer, enderezas a los que ya se doblan; haz que, como Pedro, encontremos apoyo en la mirada de Jesús, y que su Espíritu sea nuestra fuerza protectora y nos guarde del Perverso. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración V: Verte con nuestros propios ojos es, Padre de infinita belleza, nuestro deseo más profundo; Tú nos has permitido ver lo que muchos profetas desearon ver y no vieron, porque en Jesús, tu Hijo, vemos tu rostro, aunque de un modo todavía provisorio; aún estamos aguardando con mirada implorante verte tal cual eres en la gloria eterna. Amén.

Oración VI: Tú, Padre bondadoso, satisfaces los deseos de tus fieles; escuchas sus gritos y les das la comida a tiempo; que nuestro deseo y alimento sea cumplir tu voluntad; incítanos a buscar el alimento imperecedero, pues las cosas restantes nos las concederás por añadidura. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del Salmo 144

Por Maximiliano García Cordero

Este salmo acróstico, o sea, constituido por versos cuyas letras iniciales forman un vocablo o una frase, o comienzan sucesivamente por una letra del alfabeto, es un grandioso himno a los atributos divinos, manifestados en las obras portentosas en favor de los hombres en general, sin concretarlas -como en otras composiciones del Salterio- a sus relaciones con el pueblo elegido. La mano pródiga de Dios está siempre abierta a las necesidades de los hombres, amparando particularmente a los humildes y desvalidos. La distribución alfabética sacrifica algunas veces la ilación lógica del pensamiento; y así, las formulaciones tienen el aire de jaculatorias, exhortaciones o sentencias más o menos inconexas, a modo de una larga doxología o forma de alabanza a Dios, que encabeza los «salmos de alabanza», que cierran la colección general del Salterio. El salmista habla en nombre de la nación, dando de lado a sus preocupaciones personales. Esta colección final del Salterio (salmos 144-150) ha sido compuesta con una marcada finalidad litúrgica.

Este salmo es el único que lleva en su cabecera el título de tehillah, o «alabanza», que dará nombre a toda la colección del Salterio, llamado por los judíos séfer tehillim («libro de las alabanzas»). Cada versículo empieza con una letra diferente del alefato o alfabeto hebreo. Por su contenido puede compararse este poema alfabético al salmo 110. Abundan las reminiscencias de otras composiciones del Salterio. Como el salmo 110, es éste un epítome de alta teodicea, en el que se cantan los atributos divinos: bondad, justicia, misericordia, longanimidad, fidelidad a sus promesas, piedad para con los débiles, providencia paternal sobre todo los vivientes.

El salmista comienza declarando su deseo de expresar sus alabanzas a su Dios, que es Rey de todo lo creado. Nadie es digno de alabanza más que él. En su ansia de perpetuar estas alabanzas, apela a las generaciones para que ellas se encarguen, a través de los siglos, de anunciar las grandezas de Yahvé. Sus atributos como Rey se resumen en el esplendor, la majestad y la gloria. Además, en sus relaciones con los hombres se ha mostrado siempre indulgente y misericordioso, tardo a la ira, pero condescendiente y compasivo con el pecador. Sus obras pregonan su bondad; y son los devotos o fieles los que saben apreciar las grandes gestas en favor de los hombres.

El salmista no alude, como en otras composiciones del Salterio, a hechos de la historia de Israel, sino que se mantiene en el plan general de la Providencia divina sobre todas las criaturas. En realidad, su reino atraviesa todas las edades y es anterior al nacimiento de Israel como colectividad nacional. Pero su reinado se basa en la justicia y la fidelidad para con los suyos, particularmente con los necesitados.

Todas las criaturas dependen de la providencia de Dios, y por eso están anhelantes esperando que les envíe sus bienes para subsistir. Particularmente, con los hombres fieles y piadosos se muestra generoso y complaciente, respondiendo a sus invocaciones en los momentos de necesidad. En cambio, a los impíos les envía el castigo merecido por vivir al margen de la ley divina. El salmo se termina con la misma idea con que se inició: el deseo de alabar en todo momento a Dios, Señor de todo viviente. Nadie, pues, está exento de la obligación de proclamar las alabanzas del Dios providente.