¿Cómo afrontar las distracciones en la oración?

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¿Cómo afrontar las distracciones en la oración?

Es normal tener distracciones en la oración; nadie se libra de las distracciones. Constatamos una y otra vez que «no sabemos orar como es preciso» (Rom 8,26). Cuando hacemos oración procuramos centrarnos en realidades sobrenaturales y a veces parece que es precisamente entonces cuando más dispersas están la vista, la imaginación, la memoria, el entendimiento… Buscamos concentrarnos, recogernos; mientras tanto vienen las distracciones y nos dispersan.

Algunas causas de las distracciones:

1. La naturaleza humana, herida por el pecado.

La naturaleza humana, herida por el pecado, es la causa del desorden que tenemos en nuestras facultades. Los sentidos exteriores (vista, oído, tacto, gusto, olfato), los sentidos interiores (memoria, imaginación) y las facultades superiores (inteligencia, voluntad) se dirigen cada uno a su objeto propio. La voluntad puede recogerlos todos y centrarlos en la realidad sobrenatural que estamos contemplando, pero apenas la voluntad afloja, viene la dispersión.

Santa Teresa nos dice lo siguiente: «Harta mala ventura es de un alma que ama a Dios ver que vive en esta miseria y que no puede lo que quiere, por tener tan mal huésped como este cuerpo… Ansi que tomo a avisar -y aunque lo diga muchas veces no va nada- que importa mucho que de sequedades ni de inquietud y distraimiento en los pensamientos nadie se apriete ni aflija. Si quiere ganar libertad de espíritu y no andar siempre atribulado, comience a no se espantar de la cruz y verá cómo se la ayuda también a llevar el Señor y con el contento que anda y el provecho que saca de todo…».

Son palabras consoladoras. «Que nadie se apriete ni aflija» cuando nos sintamos secos, cansados, inquietos, distraídos, en la oración, si lo que de veras queremos es orar. Ese cansancio, sequedad, etc. que nos duelen como una cruz–más o menos pesada según los períodos y las personas-, podemos tratarlos como Jesús a su propia cruz: comenzando por no espantarnos de ella, como dice S. Teresa, y confiando que con la ayuda del Señor, abrazándola con paciencia y confianza, podemos seguir caminando en pos de Él para bien y salud de nuestra alma y de muchas otras almas. Y cada uno se sorprenderá «con el contento que anda y el provecho que saca de todo».

2. La negligencia:

Muchas veces las distracciones en la oración son voluntarias y cuando la conciencia pone una llamada de alerta, somos negligentes y nos dejamos llevar. Lo que hay aquí es falta de mortificación y de disciplina personal. Podríamos preguntarnos en estas ocasiones si nos hemos acercado a la oración con un auténtico deseo de encontrarnos con Dios más que con nosotros mismos.

3. El temperamento o la propia psicología:

Es importante conocerse bien para saber si hay alguna causa estructural en nosotros: déficit de atención mental, nerviosismo, escrúpulo, susceptibilidad…

4. Una vida acelerada y agitada.

Rezamos como vivimos. Si vivimos agitados es difícil aquietarse en la oración. Si vivimos acelerados, nuestra oración estará bombardeada por todo lo que nos acelera, preocupa y ocupa, por todos nuestros asuntos pendientes. La vida puede ser intensa, llena de ocupaciones y responsabilidades, pero el alma puede estar en paz; si queremos ser hombres de oración debemos aprender a ser contemplativos en la acción. 

5. Los límites de la inteligencia.

Cuando estamos considerando verdades sobrenaturales, la inteligencia se siente atraída por su luminosidad y belleza, pero pronto nos topamos con sus límites: nuestra inteligencia no puede ir más allá o no encuentra nada nuevo y se ocupa en otra cosa.

6. El demonio.

El menos interesado en que oremos, en que nos encontremos con Dios, no deja de hacer lo posible por entrometerse y ponérnoslo difícil.

Algunos remedios:

1. Formación de la voluntad y disciplina personal.

La mortificación de los sentidos y una voluntad reciamente formada puede poner las cosas en su sitio. Los sentidos exteriores, los sentidos interiores y la inteligencia son cambiantes, con la voluntad podemos aprender a controlarlos, darles un cauce, centrarlos. Eso requiere ejercicio y disciplina, hasta formar el hábito de recogimiento. Este esfuerzo de la voluntad ha de ser equilibrado, fuente de armonía y de paz. Ha de ayudarnos a serenar el espíritu para prepararnos al encuentro cordial y amoroso con nuestro Señor. No un esfuerzo voluntarista que nos inquiete más y que descentre nuestra atención de Dios para terminar concentrándola en la búsqueda de un autodominio perfecto y egocéntrico. La ascesis –en este caso el esfuerzo personal de la voluntad con el sacrificio que conlleva- es un medio para alcanzar la unión con Dios. No un fin en sí mismo. El recogimiento no es simple concentración mental ni el ensimismamiento propio de los budistas. Es, en cambio, el que procura encauzar suavemente pero tenazmente la mirada y la atención hacia el Amor de nuestra alma, Aquel que está allí y nos llama, aquel que nos ama.

2. Realismo y sentido práctico:

Hacer la meditación a la hora y en el lugar que más te ayude. Hay personas que están más despiertas y concentradas en la mañana, otras en la tarde, otras al terminar la misa. En cuanto al lugar, es importante escoger un sitio silencioso, donde nadie te interrumpa y donde todo favorezca el recogimiento (con poca luz, sin monitores ni teléfonos móviles a la mano, un crucifijo o un icono delante, etc.)

3. Integrar toda la persona:

Es preciso integrar toda la persona en la oración, incluyendo el cuerpo con sus sentidos. De allí la importancia de una preparación previa que favorezca el silenciamiento y la relajación. Aplica el principio «haz lo que haces».

4. Integrar las distracciones:

Las distracciones que no afectan a la oración, no son motivo de preocupación. Por ejemplo, mientras meditas puedes estar escuchando el canto de los pájaros o el murmullo de una fuente. Incluso pueden ayudar. Las distracciones que sí te afectan, puedes tratar de integrarlas y hacerlas materia de tu diálogo con Dios para a través de ellas volver a lo que estabas considerando.

5. El deseo:

Si no lo logras controlar las distracciones, al menos deséalo; cultiva el deseo de estar con Él. Repítele: «quiero estar contigo, Señor»; ten la certeza de que esto a Él le agrada mucho. Tal vez el remedio no está en tratar de concentrarse más, sino en amar más. Esto es lo que recomendaba Santa Teresa: «que no está la cosa en hacer mucho sino en amar mucho. Y por ello lo que más os ayude a amar, eso haced». Dile al Señor: «Mira mi pobreza y mi pequeñez; esto es todo lo que puedo ofrecerte ahora.»

6. Insistir en el diálogo afectuoso con Dios:

Con frecuencia nos distraemos porque hacemos que la meditación consista más bien en consideraciones cerebrales. Cuando oramos sobre todo con la cabeza, en un esfuerzo puramente mental, las distracciones dan mucho problema. Pero si la oración es más afectiva y brota más del corazón, las distracciones harán menos mella. Cuanto más personal sea el encuentro y el diálogo con Dios, más fácil será mantenerse en su presencia.

7. Perseverancia:

No esperemos resultados inmediatos. No esperemos siquiera resultados. A Dios le agrada que le busquemos. Perseverar, pues, en la oración hasta formar el hábito del silencio interior, suplicando con insistencia la ayuda del Espíritu Santo. La oración es don de Dios. No midamos hasta qué grado hemos logrado el hábito del silencio, del recogimiento…no nos preocupemos de «controlar» la marcha de nuestra oración. Preocupémonos de orar. Orar mucho. Orar bien, lo mejor que podamos. Orar amando mucho. Si nos preocupamos de esto principalmente, probablemente las distracciones disminuirán en frecuencia o intensidad, o las dejaremos de lado mucho más pronto, para poder regresar cuanto antes a la presencia de nuestro Dios.


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Autor, P. Evaristo Sada L.C. (Síguelo en Facebook)