Dios, al acercarse al hombre, lo debilita. Hace exactamente lo contrario de lo que podríamos esperar. A nosotros nos parece que somos nosotros quienes nos acercamos a él, y que, en esa situación, deberíamos hacernos cada vez más fuertes, deberíamos ser cada vez más independientes. Sin embargo, es él quien se acerca a ti, y al acercarse te debilita más, ya sea física, psíquica o espiritualmente. Y lo hace para poder habitar en ti con su poder, porque es tu debilidad la que le da sitio a su poder. Cuando estás débil no puedes confiar en ti mismo, y es entonces cuando surge la oportunidad de que te dirijas a él, y quieras apoyarte en él. Con mucha frecuencia te defiendes ante la mayor de las gracias, la gracia de la debilidad, aunque ya san Pablo escribió: «Mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza, por tanto con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo… Pues cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte (2Cor 12,9). Tu poder y tu fuerza tarde o temprano tienen que derrumbarse. En realidad tu fuerza no existe, porque no es más que un don, un don del que tú te apropias, y por eso tienes que ser despojado de él. (Tadeuz Dajczer, Meditaciones sobre la fe).