He aquí, pues, mi consejo, Filotea: o no digamos palabras de humildad, o digámoslas con un verdadero sentimiento interior, de acuerdo con lo que pronunciamos exteriormente; no bajemos nunca nuestros ojos, si no es humillando nuestro corazón; no aparentemos que deseamos ser los últimos, si no lo queremos ser de verdad. Conceptúo tan general esta regla, que no hago ninguna excepción, únicamente añado que, a veces, exige la cortesía que demos la preferencia a aquellos que evidentemente no la tendrían, pero esto no es ni doblez ni falsa humildad, porque entonces el solo ofrecimiento del lugar preferente es un comienzo de honor, y, puesto que no es posible darlo todo entero, no es ningún mal darles su comienzo. Lo mismo digo de algunas palabras de honor o de respeto, que, en rigor, no parecen verdaderas, pero lo son, con tal que el corazón de aquel que las pronuncia tenga intención de honrar y respetar a aquel a quien las dice; porque, aunque ciertas palabras signifiquen con algún exceso lo que decimos, no faltamos, al decirlas, cuando la costumbre lo requiere. Es verdad que, además de esto, quisiera yo que nuestras palabras se ajustasen, en la medida de lo posible, a nuestros afectos, para practicar siempre, en todo, la humildad y el candor del corazón. El hombre humilde preferirá que otro diga de él que es miserable, que no es nada, que no vale nada, a decirlo él de sí mismo; o, a lo menos, cuando sepa que lo dicen, procurará no desvanecerlo, y consentirá en ello de buen grado; porque, puesto que él así lo cree firmemente, está contento de que los demás sean del mismo parecer.
Introducción a la vida devota