Mi acción debe, pues, unirse a la acción de Dios. Como el alma está unida al cuerpo sin absorberlo ni alterarlo sino que, por el contrario, le presta su perfección propia, animándolo y rigiéndolo, así Dios quiere llegar a ser el alma de mi alma, la vida de mi vida; quiere por su acción animar y dirigir mi acción, y al animarla y dirigirla unirla a la suya tan íntimamente como en mi vida natural lo está la actividad de mi cuerpo a la de mi alma. Ahora bien, lo que da a mi cuerpo su actividad propia es su receptividad de la acción del alma: el cuerpo obra en la medida en que recibe la influencia del alma. Otro tanto acaece también, en cierto modo, entre Dios y yo: mi piedad activa es viva según que, por la aceptación de la piedad pasiva, la acción del beneplácito divino viene a animarla y a regirla; y la gran palabra de la aceptación es “gracias”. (José Tissot, La vida interior)