Porque ésa es la misión que debe realizar, el camino que debe recorrer. «Dios puso sobre El», hombre como nosotros, de la raza de Adán y al mismo tiempo justo, inocente y sin pecado, «la iniquidad de todos nosotros» (Is 1,3,6). Porque se hizo en cierto modo solidario de nuestra naturaleza y de nuestro pecado, nos ha merecido el hacernos a su vez solidarios de su justicia y de su santidad. Dios, según la expresión enérgica de San Pablo, «destruyó al pecado en la carne, enviando por el pecado a su propio Hijo, en una carne semejante a la del pecado» (Rm 8,3); y añade con una energía aun más acentuada: «Dios hizo pecado por nosotros a Cristo, que no conocía el pecado» (2Cor 5,21). ¡Qué valentía en esta expresión!: «hizo pecado», el Apóstol no dice «pecador», sino «pecado».
Cristo, por su parte, aceptó tomar sobre sí todos nuestros pecados, hasta el punto de llegar a ser sobre la Cruz, en cierto modo, el pecado universal, el pecado viviente. Púsose voluntariamente en lugar nuestro, y por eso será herido de muerte; su sangre será nuestro rescate (Hch 20,28).
El género humano quedará libre, «no con oro o con plata, que son cosas perecederas, sino por una sangre preciosa, la del Cordero inmaculado y sin tacha, la sangre de Cristo, que ha sido designado desde antes de la creación del mundo» (1Ped 1, 18-20).
Jesucristo, vida del alma