Cuanto menos tenemos, más damos. Parece absurdo, pero ésta es la lógica del amor.
Cuando una joven señora de la alta sociedad opta por ponerse al servicio de los pobres, se produce una auténtica revolución, la mayor de todas, la más difícil: la revolución del amor.
Resulta conmovedor leer que antes de ponerse a explicar la palabra de Dios, antes de pronunciar las Bienaventuranzas a la multitud, Jesús sintió compasión de ella y la alimentó (cfr. Mt. 5). Sólo una vez que estuvieron saciados se puso a enseñarles.
El verdadero amor hace sufrir. Jesús, para darnos una muestra de su amor, murió en la Cruz. Una madre, para dar a luz a su hijo, tiene que sufrir. Si de verdad os amáis unos a otros, no podréis evitar tener que sacrificaros.
Los pobres no tienen necesidad de nuestras actitudes paternalistas ni de nuestra compasión. Sólo necesitan nuestro amor y nuestra ternura.
Para mí, Jesús es la Vida que quiero vivir, la Luz que quiero reflejar, el Camino que me guía al Padre, el Amor que quiero manifestar, la Alegría que quiero compartir, la Paz que quiero sembrar a mi alrededor. Para mí, Jesús lo es todo.
Si escasea la fe es porque hay demasiado egoísmo en el mundo. La fe, para ser auténtica, tiene que ser generosa y disponernos para dar. Amor y fe van de la mano.
Hoy día las naciones están dedicando demasiados esfuerzos a defender sus fronteras. Sin embargo, ¡qué poco saben las naciones sobre la pobreza y sufrimiento que hacen que los seres humanos que habitan detrás de sus fronteras se sientan tan solos! Si por el contrario se preocupasen de dar un poco de alimento a esos seres indefensos, algún cobijo, un poco de sanidad, vestidos, no cabe duda de que el mundo se trocaría en un lugar más feliz y habitable.
Suelo decir a mis Hermanas que cada vez que servimos con amor a Cristo en los pobres, no lo hacemos cual si fuéramos asistentas sociales. Lo hacemos en calidad de almas contemplativas en el mundo.
Alguien me dijo en cierta ocasión que ni por un millón de dólares se atrevería a tocar a un leproso. Yo le contesté: —Tampoco yo lo haría. Si fuese por dinero, ni siquiera lo haría por dos millones de dólares. Sin embargo, lo hago de buena gana, gratuitamente, por amor de Dios.
No presto atención a las estadísticas. Lo que importa son las personas. Yo me fijo en una persona a la vez. Sólo hay uno: Jesús.
Jamás me cansaré de repetirlo: lo que más necesitan los pobres no es compasión sino amor. Necesitan ver respetada su dignidad humana, que no es menor ni diferente de la dignidad de todo ser humano.
Para hacernos acreedores al cielo, Cristo nos puso una condición que, en la hora de la muerte, vosotros y yo, independientemente de quiénes hayamos sido (cristianos o no cristianos, puesto que todo ser humano ha sido creado por la mano amorosa de Dios, a su imagen y semejanza), nos encontraremos delante de Dios y seremos juzgados por cómo nos hemos comportado con los pobres (cfr. Mt. 25, 40).
Viendo el ejemplo de Cristo, que murió por nosotros en la Cruz, tenemos la posibilidad de confirmar definitivamente el hecho de que el sufrimiento puede transformarse en un gran amor y en una generosidad extraordinaria.
Amar y servir a los pobres supone algo que nada tiene que ver con darles lo que nos sobra, o pasarles el alimento que no nos gusta. Tampoco tiene nada que ver con darles los vestidos que renunciamos a llevar porque están pasados de moda o simplemente porque no nos gustan. ¿Es esto compartir la pobreza de los pobres? Por supuesto que no.
Hay miles —¡millones!— de personas que mueren por falta de pan. Hay miles —¡millones!— de seres humanos que crecen débiles por carencia de afecto, ya que quisieran ser reconocidos, por lo menos un poco. Jesús se vuelve débil y muere con ellos.
Una vez más, hoy como ayer, Jesús viene a los suyos y los suyos no lo acogen (cfr. Jn. 1, 11). Viene en los cuerpos rotos de los pobres. Viene igualmente en los ricos que se ahogan en la soledad de sus propias riquezas. Viene en los corazones solitarios, cuando no hay quien les ofrezca un poco de amor.
Lo que nosotros decimos carece de importancia. Lo que importa de verdad es lo que Dios dice a las almas por nuestro medio.
Las buenas obras son aros que forman una cadena de amor.
Todas las enfermedades son susceptibles de curación. La única que no puede ser curada es la enfermedad de no sentirse amados. Me atrevo a invitar a todos aquellos que aprecian nuestra misión a que dirijan una mirada a su alrededor y que ofrezcan su amor a todos aquellos que no son amados y que les ofrezcan sus servicios. ¿No somos nosotras acaso, por definición, mensajeras de amor?
El amor es un producto de todas las estaciones.
Hemos sido creados para amar y para ser amados. Un joven estaba muriéndose; pese a ello, durante tres días luchó para prolongar su vida. La Hermana que lo atendía le preguntó: —¿Por qué prolongas esta lucha? —No puedo morir sin pedir antes perdón a mi padre—contestó. Cuando su padre acudió, se fundieron ambos en un abrazo y el joven le pidió que le perdonase. A las dos horas, el joven expiró lleno de paz.
No tengáis miedo de amar hasta que os cueste sacrificio, hasta que os duela. El amor de Jesús por nosotros lo llevó hasta la muerte.
Dios aprecia nuestro amor. Ninguno de nosotros es indispensable. Dios tiene medios para hacerlo todo y para prescindir de la tarea del ser humano más competente. Podemos llevar nuestro esfuerzo hasta la extenuación. Podemos emborracharnos a trabajar. Si lo que hacemos no está permeado de amor, nuestro trabajo será inútil a los ojos de Dios.
Cuando visité China en 1989, un dirigente del Partido Comunista me preguntó: —Madre Teresa, ¿qué es un comunista para usted? Yo le contesté: —un hijo de Dios, un hermano mío. —¡Vaya! Tiene usted una opinión elevada de nosotros. ¿De dónde la ha sacado? —De Dios mismo—le contesté—. Fue Él quien dijo: «Os aseguro que lo que habéis hecho a uno de los más pequeños entre mis hermanos, a Mí me lo hicisteis» (Mt. 25, 40).
Cuando abrimos nuestra primera casa en Nueva York, su Eminencia el Cardenal Arzobispo Terence Cooke parecía muy preocupado por la provisión del mantenimiento de las Hermanas y decidió asignar una cantidad mensual a este fin. (Puedo asegurar que el Cardenal Cooke nos quería mucho). No quería ofenderle, pero al mismo tiempo tenía que explicarle que nosotras dependemos de la Divina Providencia, que jamás nos ha fallado. Al término de la conversación tuve la impresión de que había dado con la respuesta justa y le dije medio en broma: —Eminencia, ¿acaso piensa que va a ser justamente en Nueva York donde Dios tenga que declararse en quiebra?
En todo lo que se refiere a medios materiales, nosotras dependemos por completo de la Divina Providencia.
Dios no pretende de mí que tenga éxito. Sólo exige que le sea fiel. A los ojos de Dios no son los resultados lo que cuenta. Lo importante para Él es la fidelidad.
Los leprosos, los moribundos, los hambrientos los enfermos de sida: todos son Jesús. Una de nuestras novicias lo sabía muy bien. Acababa de ingresar en la Congregación, tras finalizar los estudios en la Universidad. Al día siguiente tenía que acompañar a otra Hermana a la Casa del Moribundo que tenemos en Kalighat. Antes de irse, les recordé: —Habéis visto durante la Misa con qué delicadeza el sacerdote tocaba el Cuerpo de Cristo. No olvidéis que ese mismo Cristo es el que vosotras tocáis en los pobres. Las dos Hermanas fueron a Kalighat. A las tres horas estaban de vuelta. Una de ellas, la joven novicia, llamó a mi puerta. Me dijo, llena de gozo: —Madre, durante tres horas he estado tocando el Cuerpo de Cristo. Su rostro estaba radiante. —¿Qué es lo que hiciste?—le pregunté. —Nada más llegar nosotras—contestó—trajeron a un hombre cubierto de llagas. Lo habían sacado de entre unos escombros. Tuve que ayudar a que le curaran las heridas. Nos llevó tres horas. Es por lo que le digo que estuve en contacto con el cuerpo de Cristo durante ese tiempo. ¡Estoy segura: era Él! La joven novicia había comprendido que Cristo no nos puede engañar cuando afirma: «Estaba enfermo y me curasteis» (Mt. 25, 36).
«Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa» (In 15, 119. Hablamos aquí de la alegría que viene de la unión con Dios, de vivir en su presencia, porque vivir en su presencia nos llena de alegría. Cuando yo hablo de alegría, no me refiero a risas sonoras ni a griterío. No consiste en eso la auténtica felicidad. Más bien, a veces esas actitudes pueden ocultar otras cosas. Cuando yo hablo de felicidad, me refiero a una paz íntima y profunda que se refleja en los ojos, en las actitudes, en los gestos, en nuestra disponibilidad y prontitud.
Una vez estaba yo hablando con un sacerdote sobre el tema de las amistades que alejan de Dios. Él me confesó: —Madre, para mí Jesús lo es todo. No me queda tiempo ni espacio en mi vida para otros afectos. Tuve entonces la explicación al hecho de que aquel sacerdote llevaba a tantas almas a Dios: estaba unido a Él.
En 1976, por invitación del entonces presidente de México, inauguramos nuestro primer centro en los arrabales de la Capital Federal. Todas las zonas que las Hermanas visitaban por las afueras eran extremadamente pobres. Las peticiones de la gente produjeron mucha sorpresa en las Hermanas. Lo primero que pedían no era ropa, medicinas o alimentos. Se limitaban a pedir: —Hermanas, háblennos de Dios.
Dios mismo asegura a quienes creen en Él que serán capaces de hacer cosas mayores que las que Él hizo (cfr. Jn. 14, 12).
Estoy persuadida de que en tanto las Hermanas permanezcan fieles a la pobreza y a la Eucaristía, pero también a los pobres, la Congregación no correrá peligro alguno.
Tal como Cristo demostró con su muerte, el amor es el mayor de los regalos.
Jamás permitáis que la pobreza se adueñe de tal suerte de vuestro espíritu que os lleve a olvidar la alegría de Cristo resucitado. Todos anhelamos el cielo, pero a todos se nos brinda la oportunidad de disfrutarlo ya desde aquí. No tenemos sino que sentirnos felices con Cristo, aquí y ahora.
Me llegó una carta de un brasileño muy rico. Me decía que había perdido la fe; pero no sólo la fe en Dios sino también la fe en los hombres. Estaba harto de su situación y de todo lo que lo rodeaba, y había adoptado una decisión radical: suicidarse. Un día, mientras iba de paso por una abarrotada calle del centro, vio un televisor en el escaparate de una tienda. El programa que estaba transmitiendo en aquel momento había sido rodado en nuestro Hogar del Moribundo Abandonado de Calcuta. Se veía a nuestras Hermanas cuidando a los enfermos y moribundos. El remitente me aseguraba que, al ver aquello, se sintió empujado a caer de rodillas y rezar, tras muchos años en que no había hecho ninguna de ambas cosas: orar arrodillado. A partir de aquel día recobró su fe en Dios y en la humanidad, y se convenció de que Dios lo seguía amando.
Dios nos ha creado para que realicemos pequeñas cosas con un gran amor. Yo creo en ese gran amor, que
viene, debería venir, de nuestros corazones, que debería empezar manifestándose en el hogar con mi familia, con mis vecinos de calle, con los que viven en el piso de enfrente. Este amor debería alcanzar a todos.
Todos tenemos tanto de bueno como de malo en nosotros mismos. Que nadie se gloríe de sus propios éxitos, sino que los atribuya a Dios. Jamás debemos considerarnos indispensables. Dios tiene sus propios designios: pero Él quiere nuestro amor. Podemos matarnos para realizar nuestra tarea: si no está impregnada de amor, será inútil. Dios no tiene necesidad de nuestro trabajo. En el juicio no nos preguntará cuántos libros hemos leído, cuántos milagros hemos hecho, sino sólo si hemos hecho lo que hemos podido por su amor.
Jesús adelantó cuáles han de ser los criterios del juicio final de nuestras vidas: seremos juzgados por nuestro amor. Seremos juzgados por el amor que hayamos manifestado a los pobres con los que Cristo se identifica: « …conmigo lo hicisteis» (Mt. 25, 40).
Es más lo que nos dan los pobres que lo que pueden recibir de nosotros. Para servir mejor a los pobres, debemos comprenderlos, y para comprender su pobreza, no hay como experimentarla.
Debemos amar a los que tenemos más cerca, en nuestra propia familia. De allí el amor se expande hacia quienquiera que nos necesite. Debemos tratar de descubrir a los pobres de nuestro propio entorno, porque sólo si los conocemos podemos comprenderlos y ofrecerles nuestro amor. Y sólo cuando los amamos, nos sentimos dispuestos a ofrecerles nuestro servicio de amor.
Hay muchas personas en derredor nuestro, y por todo el mundo, que están dispuestas a compartir su vida con los pobres.
Decimos que amamos a Dios, a Cristo… ¿Cómo lo amamos? No hay mejor manera de hacerlo que prestar servicio amoroso y gratuito a los pobres más pobres.
Nuestro amor al prójimo debe ser igual que el que sentimos por Dios. No tenemos necesidad de ir en busca de oportunidades para cumplir este mandato. Se nos ofrecen a cada momento, durante las veinticuatro horas del día, dondequiera que nos encontremos.
Debemos tratar de ser amables y corteses los unos con los otros, y ser conscientes de que no es posible amar a Cristo si no lo amamos en el prójimo.
Es fácil amar a los que viven lejos. No siempre lo es amar a quienes viven a nuestro lado. Es más fácil ofrecer un plato de arroz para saciar el hambre de un necesitado que confortar la soledad y la angustia de alguien que no se siente amado dentro del hogar que con él mismo compartimos.
Si los pobres no nos aceptasen, no seríamos nada. Deberíamos estarles inmensamente agradecidos, porque nos brindan la posibilidad de amar y servir en ellos a Jesús.
No es tarea nuestra indagar cómo nuestros asistidos han podido contraer una enfermedad. Ante nuestros ojos todos son iguales: todos son hijos de Dios.
El amor de los pobres más pobres viendo en ellos a Jesús mantendrá limpios nuestros corazones.
La Eucaristía y los pobres: dos realidades que los cristianos no podemos separar.
Ya lo sé: hay millones y millones de pobres. Yo pienso en uno a la vez. Jesús no es más que uno.
Nosotras nos ocupamos de las personas individualmente. A los hombres no se los puede salvar más que de uno en uno.
Los pobres nos brindan lecciones auténticas. Es siempre más lo que ellos nos dan a nosotros que lo que nosotros les damos a ellos.
Los contemporáneos de Jesús no lo quisieron aceptar porque su pobreza contrastaba con la ambición que ellos tenían de enriquecerse.
Dios no ha creado la pobreza. La hemos creado nosotros con nuestro egoísmo.
Es muy hermosa una costumbre bengalí según la cual, antes de ponerse a comer, se toma un cazo de arroz para dárselo a los pobres.
Si pudiéramos llevar el amor al interior de las familias, el mundo cambiaría.
El hogar está allí donde está la madre.
Sin Jesús, nuestras vidas carecerían de sentido, resultarían incomprensibles. Jesús es su explicación.
Para tener paz en nuestros corazones nos conviene hablar más con Él.
Jesús no necesitó muchas palabras para explicarnos cómo tenemos que amar al prójimo. Se limitó a decir:
—Amaos como yo os he amado.
No se puede amar a Dios más que a expensas de uno mismo.
¿Me queréis de veras? Comprometeos a tener un corazón lleno de amor.
La amistad de Jesús es fiel y personal, y nos permite intimar con Él en la ternura y en el amor.
Me hubiera gustado dedicarme a la contemplación: permanecer todo el día en compañía de Jesús, no hablar más que con Él.
El amor es un fruto de todas las estaciones, de todas las épocas y al alcance de todos. Todos pueden recoger este fruto a manos llenas, sin fijación previa de cupos.
En nuestros centros, especialmente en los de la India, hay de todo: hindúes, musulmanes, sijs, cristianos.
A nadie le preguntamos por su religión, y respetamos la de todos. Respetar la religión de los demás es una condición de paz. Mirando a la Cruz podemos comprobar cuánto nos amó Jesús.
Debemos conservar en nuestros corazones la alegría de amar a Dios y compartirla con cuantos nos rodean, especialmente en el seno de nuestras familias.
El trabajo sin amor es esclavitud. Si no hay amor entre nosotros, aunque nos matemos a trabajar, el trabajo será siempre y solo trabajo, no amor.
Cuando veo a una persona entregada sólo a medias, me asalta un temor: algo hay que divide su amor.
Para Dios no hay nada insignificante. Cuanto más pequeñas sean las cosas, mayor debe ser el amor que
ponemos en hacerlas.
Hay algo que es muy urgente: recordarnos que Jesús nos ha mandado que nos amemos los unos a los otros.
En el mundo actual se abusa mucho de la palabra amor, empleándola para referirse a un sentimiento egoísta, a un amor que es un fin en sí mismo.
Comienza así una oración que recitamos todos los días: Señor, ayúdame a difundir tu luz donde quiera que vaya. Resplandece a través de mí de tal manera que cada alma con la a que entre en contacto pueda sentir tu presencia en mi alma…