El hombre de fe juzga las obras de manera opuesta al que vive exteriormente. No mira a su aspecto aparente, sino al papel que desempeñan en el Plan divino y a sus resultados sobrenaturales. Por esa razón se considera como un simple instrumento de Dios, y le horroriza toda complacencia en sus aptitudes personales, apoyándose en su impotencia y en la confianza en Dios para el triunfo de sus empresas. De esta forma se afianza en el estado de abandono. En medio de sus dificultades, ¡qué distinta actitud la suya a la del hombre apostólico que no conoce la intimidad de Jesús! Pero ese abandono suyo, en nada disminuye el ardor que pone en sus empresas, porque obra como si el resultado dependiera únicamente de su actividad y, al mismo tiempo, sólo lo espera de Dios (San Ignacio). Ninguna contrariedad le produce la subordinación de todos sus proyectos y esperanzas a los designios incomprensibles de ese Dios que se sirve muchas veces de los reveses más que de los triunfos para el bien de las almas. (Dom. J.B. Chautard, El alma de todo apostolado)