III Domingo de Pascua (Act 3, 13-15. 17-19; Sal 4; 1Jn 2, 1-5; Lc 24, 35-48)
Textos para contemplar
“Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1Jn 2, 1-2).
“El Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén” (Lc 24, 47-48).
Necesitamos de Otro que nos perdone
No quieras soportar injustamente la sombra de tu historia malversada. No intentes huir de la voz que en lo más profundo de ti te dicta tu conciencia. No te justifiques aplicando sobre tu zona oscura el argumento de tus obras buenas, incluso generosas.
No eres juez y parte de tus días, necesitas que otro te responda, te acoja, te disculpe, te escuche, te objetive, te perdone. Es muy fácil creernos hasta héroes, cuando lo que somos en verdad es solo humanos, vulnerables y frágiles.
¡Cómo descansa el alma cuando sabe que no arrastra las heridas incurables de manera clandestina, sino que alguien las comprende y hasta echa sobre ellas el aceite bueno de la misericordia!
¡Qué distinto es recordar los hitos del camino en los que se gustó el descanso, a la sombra de la posada samaritana, de mantener la larga travesía del desierto, sin tregua ni alivio, sino solo sacando por esfuerzo las etapas!
Hoy tienes a tu alcance la oferta generosa, la que acontece en el puerto franco del perdón, donde no se te pide otra cosa que el deseo de iniciar de nuevo la andadura. No temas que te impongan el pago de aranceles portuarios, tan solo se te pide que vacíes tus bodegas del peso clandestino y dejes el lastre que te oprime y dificulta continuar la singladura de la vida.
Aquel que dio su vida por nosotros permanece con los brazos abiertos, con sus palmas heridas, para demostrarnos que comprende, por experiencia propia, nuestras llagas.
No es bueno el disimulo, ni el aparentar que se es invulnerable. Si Jesucristo resucitado se muestra con las señales de su Pasión, ¿cómo tú vas mostrarte exento de arañazos?
No hay mejor posibilidad de curación que cuando se conoce la dolencia, y no hay mayor dificultad de tratamiento, que cuando no se acepta la debilidad. Alguien cree que no existe la enfermedad si se silencia, y se engaña.
Hoy, si te dejas curar, echar aceite en tu herida, gustarás el gozo de la Pascua, el que acontece cuando se recibe el beso de la misericordia divina por el que se renace.
Agradecemos esta aportación a Don Ángel Moreno de Buenafuente (consulta aquí su página web)