La Liturgia de la Palabra es cuando se pronuncia la Palabra de Dios ante la asamblea. Sabemos bien que la palabra que el Padre ha pronunciado para darse a conocer como Dios Amor ha sido Jesucristo. “En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo.” (Heb 1, 2). Él es el Verbo, la Palabra de Dios que se hizo hombre. María, con su apertura en la encarnación, recibió al Verbo que se hizo carne en ella. “La Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros.” (Jn 1, 14).
Liturgia de la Palabra
La Palabra se hace carne en nuestro corazón
Así como María, también nosotros, por la acción del Espíritu Santo, recibimos al Verbo que se engendra en nosotros. Es por eso que acoger la Palabra de Dios nos va transformando en la misma Palabra que recibimos. Poco a poco, la acción del Espíritu Santo se va realizando y nos va asemejando más al Verbo Divino. “Pero quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud.” (1 Jn 2, 5).
La liturgia de la Palabra es el momento en el que el Verbo se hace carne en nosotros. En esta parte de la Misa debemos tener una actitud de acogida. Dios se quiere revelar a nosotros. “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.” (Mt 11, 27).
Llenarse de Dios
El acto penitencial nos ha ayudado a vaciarnos de nosotros mismos. La liturgia de la Palabra es el primer momento en el que nos llenamos de Dios. Durante la Misa, Dios se nos da en varias formas, en este caso Dios se nos da en forma de palabra. “Como lluvia se derrame mi doctrina, caiga como rocío mi palabra, como blanda lluvia sobre la hierba verde, como aguacero sobre el césped.” (Deut 32, 2).
A la escucha
Los oídos que tenemos que tener abiertos son los del corazón. Es el momento de abrirlos para escuchar, a través de la palabra, el amor de Dios hacia nuestra alma.
A veces nos quejamos porque no escuchamos la voz de Dios. Queremos que nos hable, que nos explique el por qué de tantas cosas que pasan en nuestra vida. Queremos que nos diga cuánto nos ama. Dios habla y habla muy claro. Se reveló durante siglos al pueblo de Israel y después, en Cristo, nos dijo todo lo que nos podía decir. “Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud.” (Col 1, 19). En la Sagrada Escritura se encuentra el mensaje de Dios para sus hijos.
Ese mensaje es también para ti. Cuando estés en la Misa, puedes poner en tu corazón todas esas dudas, todos esos deseos, toda tu necesidad de Dios y escuchar. Escucha acogiendo al Dios que se te da en la Palabra. No es coincidencia que el día que deseabas consuelo, la primera lectura decía: ¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! Prorrumpan los montes en gritos de alegría, pues Yahveh ha consolado a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido.” (Is. 49, 13).
No es casualidad que el día que ansiabas saber qué hacer en una situación compleja escuches el salmo 23: “Yahveh es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma; me guía por senderos de justicia, en gracia de su nombre”.
No es coincidencia que el día que necesitabas el perdón, oigas con claridad en el Evangelio: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen.” (Lc 23, 34). No es casualidad, es la acción de Dios que se desborda de amor.
Hay que aprender a afinar el oído de nuestra alma para vivir en una actitud de escucha. Dios necesita corazones sencillos y llenos de fe que crean en su mensaje.
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