La Misericordia de Dios

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XXVI Domingo del tiempo ordinario  (Ez 18, 25-28; Sal 24; Flp 2, 1-11; Mt 21, 28-32)

Meditación

Las lecturas de este domingo son insólitas, nos vuelven del revés, rompen nuestros esquemas y nos dejan un tanto conmocionados. Nuestro modo de pensar natural tiene en cuenta los méritos históricos de las personas, y cuántas veces, en razón de un apellido noble, y por haber desempeñado una función importante, las tenemos en estima, a pesar de un comportamiento dudoso; mientras que aquellas personas que han vivido, por diferentes razones, marginadas, las tenemos siempre en menos, aunque su conducta sea intachable. Sin embargo, para Dios no cuenta la buena fama, sino el corazón. Jesús llega a afirmar: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios» (Mt 21, 31).

Tengo el privilegio de escuchar muchos procesos personales, y de sentir el gozo interior por el corazón del converso, de quien de manera sorprendente, ha cambiado de vida y emplea todas sus energías en vivir según el evangelio. Confieso que en estos casos me encuentro siempre superado por la generosidad y radicalidad de los que han optado por Dios después de una historia difícil y alejada de la Iglesia.

No vale argumentar que es injusto el proceder de Dios cuando acoge al pecador arrepentido, mientras desecha al que se confía en sus propias fuerzas y se aparta del querer divino. El profeta es contundente: «Cuando el justo se aparta de su justicia, comete la maldad y muere, muere por la maldad que cometió. Y cuando el malvado se convierte de la maldad que hizo, y practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida» (Ez 18, 27).

Cada uno debe comportarse ante la mirada del Señor y no con falsas emulaciones humanas con las que se intenta disculpar su conducta porque la hace coincidir con lo culturalmente correcto. San Pablo nos advierte: «No obréis por envidia ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás» (Flp 2, 3).

La clave, sin duda, está en el permanente ofrecimiento de Dios de su misericordia; quien se abre a ella, a pesar de su pecado, se regenera y vive; mientras que aquellos que por amor propio y orgullo, se quedan bloqueados en su debilidad, porque les parece humillante reconocer su pecado, se hacen un daño terrible.
La liturgia pone en nuestros labios la oración del salmista y en ella vemos que siempre cabe la esperanza del retorno: «Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; no te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor» (Sal 24).

Seas quien seas y estés como estés, no te escudes en tu honra para permanecer alejado del perdón. Hoy a todos se nos advierte por un lado, que no debemos vivir de las rentas, y por otro lado, se nos invita a volver, humildes, al abrazo de la misericordia divina.


Agradecemos esta aportación a Don Ángel Moreno de Buenafuente (consulta aquí su página web)

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