Carta al Resucitado

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Jesús resucitado:

En los días de tu Pasión, se nos invitaba a asumir el papel de alguno de los personajes que figuraban en los relatos evangélicos. Cabía proyectarse en el Cirineo, en la Verónica, en Nicodemo, en José de Arimatea, en las mujeres que acompañaban a tu Madre… Aunque la personalización más real era la de sabernos causa de tus sufrimientos por culpa de nuestros pecados, negaciones y egoísmos…

En tiempo de Pascua, la Liturgia nos ofrece las escenas en las que te ibas encontrando con tus discípulos, y ellos te iban reconociendo resucitado, aunque algunos se resistieron.

¡Cómo me gustaría ser uno de aquellos tuyos que corrieron temprano al sepulcro y fueron testigos de primera hora de tu resurrección! Las mujeres, Pedro, el discípulo amado tuvieron la primera noticia de que tu sepultura estaba vacía. Pero debo reconocer que estoy más cerca de los discípulos de Emaús, pues a menudo se apodera de mí el pensamiento negativo, la hipótesis fatal, y me asalta la tristeza, la duda, el cansancio en la espera, mientras se suceden acontecimientos que juzgo adversos.

Me duele reconocerlo, pero también me siento proyectado en Tomás, quien por ser uno de los más aguerridos de tus discípulos, hasta quiso acompañarte a la muerte, pero después se vino abajo, lo vencieron la depresión, el desaliento y la tristeza que lo sumergieron en la incredulidad, porque no se podía permitir aceptar tu resurrección para sufrir después un nuevo desengaño.

Señor, por todo esto, te pido que salgas a mi paso, bien sea en mis caminos emancipados, bien cuando permanezco en mi estancia cerrada porque me repliego por la desilusión y caigo en el ensimismamiento. Sácame de mí mismo y déjame reconocerte en mis heridas, por las tuyas. Déjame encontrarte en mis búsquedas insatisfechas y llegar a confesar como tu apóstol: “Señor mío, y Dios mío”. Y como Pedro, a tus preguntas sobre mi amor por ti, que también te responda. “Te quiero”.

Déjame profesarte Maestro, como te llamó María Magdalena, y proclamarte Señor, al igual que lo hicieron los dos de Emaús. Que sepa transmitir a cuantos me encuentre por los caminos que estás vivo, resucitado, presente en nuestras vidas de muchas maneras.

Señor mío resucitado, que te reconozca presente dentro de mí, en lo más íntimo, y así acierte a salir de todo egocentrismo estéril; que te perciba misteriosamente presente en la fracción del pan, en tu Palabra revelada, en el rostro del prójimo, en las noticias y acontecimientos de la historia, y dé crédito a tu acompañamiento discreto y amigo.

Tú, Señor, lo llenas todo y eres capaz de dejarnos sentir tu mirada en nuestras propias entrañas, en el dolor del otro, en la belleza creada, al hilo de un salmo, en el estremecimiento de algo inesperado y a nuestro juicio terrible.

Jesucristo, que sepa reconocerte resucitado y te confiese Maestro, Señor, Dios, amigo, aunque para ello tenga que poner mis manos en el dolor del mundo.


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